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Los Originarios Argentinos

Argentina - Los Originarios Argentinos - Corrientes

Zona actual Provincia de Corrientes

Los Guaranies o Tupí-Guaraní formaban una gran nación con los Tupinambá, Omaguá, Tapirapé, chiriguano y otros. Los guaraníes o AVA, como ellos mismos se denominaban, definieron y caracterizaron culturalmente un singular espacio geográfico, siguiendo los cursos de los ríos Paraguay, Paraná y Uruguay.
El guaraní prefirió, para la instalación de sus aldeas, los terrenos ubicados sobre las riberas de los grandes ríos, arroyos y lagunas de la región.
Eran los sitios más propicios para la pesca y la caza, para la recolección del ñai’û o arcilla para la cerámica, y fundamentalmente para el aprovechamiento de la fértil capa de humus en las labores hortícolas, mientras que el monte cercano ofrecía sus frutas silvestres y abundante madera.
El guaraní conocía y visualizaba con claridad su hábitat geográfico, se sentía parte de él. Su propia lengua identificaba con toda lucidez, con nombres propios, ríos, arroyos, lagunas, cerros, montes, sitios significativos y otros de orden mitológicos.
La aldea o TÁVA instalada, por ejemplo junto a la laguna del IBERÁ (YVERA), no constituía un hecho poblacional aislado. Era parte de una amplísima red intercomunicada por caminos o TAPE. En este ámbito las relaciones se establecían por el parentesco, o pro alianzas circunstanciales de carácter ofensivo defensivo. El guaraní conocía la existencia de los cazadores – recolectores que deambulaban en torno de su ámbito geográfico, sabía de la existencia del imperio Inca y de sus características, y había llegado inclusive hasta sus fronteras. Tampoco se les escapaba el conocimiento de la existencia del océano Atlántico. La geografía guaraní era un espacio racionalmente administrado. En él se conjugaban el hombre y la naturaleza en un armonioso equilibrio. Esto era sentido así por el guaraní. Lo que quedaba fuera de aquella geografía pasaba a ser la “tierra del otro“, del no guaraní.
La palabra guaraní significa guerrero, porque constantemente se hacían la guerra para tomar prisioneros.
La divinidad, el universo y la muerte, la faceta espiritual del guaraní constituye uno de los aspectos más llamativos y atrayente de su cultura. Desde el mismo momento de la conquista hispánica, llamo la atención de los conquistadores y colonizadores el hecho de que los guaranís no poseyeran templos, ni ídolos o imágenes para venerar, ni grandes centros ceremoniales.
No dudaron en concluir que se trataba de un pueblo sin ningún tipo de creencias religiosas. La verdad era otra, la religiosidad existía y era profundamente espiritual, a tal punto de no necesitar de templos ni de ídolos tallados.
Ñanderuvusu, nuestro padre grande, o Ñamandu, el primero, el origen y principio, o Ñandejara, nuestro dueño, eran los nombres que hacían referencia a una divinidad que era concebida como invisible, eterno, omnipresente y omnipotente. Una entidad espiritual concreta y viviente que podía relacionarse con los hombres, por ejemplo bajo la forma perceptible de TUPÂ, el trueno. Se manifestaba en la plenitud de la naturaleza y del cosmos, pero nunca en una imagen material. Ñamandu no era el dios exclusivo de los guaraníes, era el dios padre de todos los hombres.
Frente a Ñamandu, el padre bondadoso, el dador de vida y sustento del equilibrio del orden universal, estaba la otra dimensión de la realidad espiritual, el MAL, expresada en el concepto de Añá. Esta fuerza maléfica era la generadora de la muerte, la enfermedad, la escasez de alimentos y las catástrofes naturales.
Para los guaraníes esta tierra y esta vida no eran la perfección. Existía un lugar donde todo era perfecto, la Tierra sin Mal. La vida del hombre era un andar hacia aquel sitio, al que se podía llegar luego de la muerte física, y en algunos casos excepcionales corporalmente, sin pasar por el trance de la muerte.
La Tierra sin Mal no constituía un mito para los guaraníes. Era un lugar real, concreto, que se ubicaba imprecisamente hacia el este, más allá del Gran Mar (océano Atlántico). Esta creencia en la Tierra sin Mal generaba periódicamente grandes migraciones en su búsqueda, inspiradas por el mesianismo de algunos chamanes o paye.
Creían en la inmortalidad del espíritu y en el hecho de que la muerte consistía en el acto por el cual el alma o anguera abandonaba el cuerpo físico ya sin vida o te’ongue. Muerto el individuo, sus familiares procedían a la destrucción de todas aquellas pertenencias del mismo que pudieran retenerlo indebidamente en el mundo de los vivos. Si el alma quedaba, por simpatía hacia algún objeto, en el mundo terrenal, se transformaba en un angueru o alma en pena. El angueru o anguera inclusive, podía manifestarse a los vivos bajo el aspecto de un póra o fantasma. El difunto era enterrado en un japepo, una vasija de cerámica de dimensiones considerables. El japepo no tenía una utilización específicamente fúnebre sino que cumplía múltiples funciones.
Concebido por las manos alfareras de la mujer guaraní, servia para la cocción de los alimentos, para la fermentación de las bebidas alcohólicas y para servirlas en los agasajos, y luego finalizaba convertido en urna funeraria.
Existían dos formas de tratar al cadáver. Una consistía en dejar abandonado el cuerpo del difunto durante algún tiempo prudencial en el monte, para que sufriera el proceso del descarne. Luego, los huesos eran recogidos y depositados en el interior del japepo. Otra forma era la de introducir el cadáver completo en el interior de la urna, acomodándolo en una posición fetal.
La urna era enterrada en el mismo sector que ocupaban las viviendas. Junto al japepo se depositaban otras pequeñas vasijas cerámicas que contenían alimentos y bebidas, ya que se consideraba que en sus primeros estadios de desprendimiento del mundo terrenal, el alma aún conservaba ciertas apetencias humanas.
El origen de la yerba es atribuido legendariamente a divinidades. Un poema paraguayo atribuye a Santo Tomás esta dádiva a los indios: En recuerdo de mi estad A una merced os he de dar, que es la yerba paraguayaque por mí bendita está. La primera leyenda encontrada dice que Tupú, genio del bien, estaba en peregrinaje por la tierra, cuando llegó a la casa de un viejo muy pobre que, a pesar de su miseria, le dio de comer y de beber y lo albergó en su casa. En agradecimiento, Tupú le dejó la yerba.
Otra leyenda cuenta que Yasi y Araí (la luna y la nube) estaban en el bosque, cuando fueron atacadas por un jaguar. Vino un cazador en su auxilio y ellas, como premio, le dieron la caá (yerba), planta benéfica y protectora. La tercera leyenda es semejante a la de Tupú. En ésta, San Juan y San Pedro fueron albergados por un viejito muy pobre, y Dios, en recompensa, transformó a la hija del anciano en árbol de yerba, para que fuera inmortal.
Una cuarta leyenda dice que el guerrero Maté estaba descansando una noche, cuando vino la diosa Sumá y le dió un ramo verde de yerba, diciéndole que lo plantara y que después de secas y trituradas las hojas le darían una deliciosa bebida. Lo que los guaranies contaron a los jesuitas es que estuvo en sus tierras, hace muchos años, el Pai Zumé, llamado por los Tupís de Sumé, hombre de gran sabiduría que realizaba muchos milagros.
Los padres acabaron interpretando que Sumé sería Santo Tomás, uno de los apóstoles, que se les habría aparecido, lo que fue incorporado a las leyendas autóctonas a partir das historias contadas por los religiosos. (Con la colaboración de Margarita Barretto). Fuente: Diccionario de Mitos y Leyendas – Equipo NAyA

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