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Sucesos Argentinos
1536 - 1851

Argentina - Sucesos Argentinos - 1536 - 1851 - Córdoba

Zona actual Provincia de Córdoba

El río cordobés Suquía fue testigo de la fundación de Córdoba Capital, pues fue a sus márgenes donde el español Jerónimo Luis de Cabrera, el 6 de julio de 1573 le diera el nombre de Córdoba La Llana de la Nueva Andalucía.
Tres expediciones conquistadoras exploraron y colonizaron el actual territorio argentino: la del Norte proveniente del Perú; la del Este, que ingresa por el Río de la Plata y la del Oeste que accede por Chile. Estas corrientes fueron atraídas por las noticias acerca de regiones donde abundaban los metales preciosos.
Desde tiempos muy remotos, los comechingones habitaban las sierras cordobesas; datándose la gruta de Candonga en los primeros tiempos de la era presente; pero son anteriores todavía los aborígenes de los yacimientos de Ongamira y Observatorio. Los restos arqueológicos hallados en distintos sitios de las sierras, tendrían una antigüedad de cinco milenios, según O. Menghin.
Los aborígenes habitaban el cordón montañoso compartido por las provincias de Córdoba y San Luis. Formaban pequeños pueblos independientes, regidos por caciques. Se destacan como centros más poblados las áreas de Quilino y Ongamira en el Departamento Ischilín, el valle de Punilla, el valle de Calamuchita, el valle de Río Cuarto y el valle de Río Primero.
Los comechingones eran belicosos, utilizaban la palabra “comechingón” como grito de guerra que incitaba a matar y fue a causa de este rasgo tan característico que resultaron bautizados por los españoles. Eran muy eficaces en el manejo del arco y la flecha, también utilizaban bastones de madera dura y ocasionalmente, se valían del fuego para incendiar el refugio de sus enemigos. Para la guerra utilizaban collares de cuero y se pintaban una mitad del rostro de rojo y la otra de negro. Los antiguos habitantes de estas tierras hablaban en su mayoría la lengua sanavirona, aunque también coexistían otros dialectos particulares como el henia y camiare. Vestían camisetas largas y algunos rasgos poco habituales en la población indígena, que llamaron poderosamente la atención de los españoles, tales como la barba completa que ostentaban y la figura alta y espigada de sus integrantes.
El de los Comechingones es uno de los pueblos aborígenes de mayor riqueza pictográfica de la Argentina. Dejaron grabados y dibujos en el interior de infinidad de grutas y cavernas. Se cuentan más de 1000 obras de arte rupestre llegados hasta nosotros.
Vivían en chozas semisubterráneas, construidas sobre pozos al ras del suelo, con pequeñas entradas. Para subsistir se valían de la agricultura, la recolección de frutos, la ganadería y la caza. La conquista de “la provincia de los comechingones” la comenzó Francisco de Aguirre en 1556 y hacia 1573 el capitán Lorenzo Suárez de Figueroa, le dejó al General Jerónimo Luis de Cabrera el testimonio de un relato de su expedición por el territorio actual de la Provincia, habiendo recorrido las Salinas Grandes y la región de Quilino hacia el sur, rebasando los valles de las Sierras Chicas. El propósito de los conquistadores del Alto Perú en encontrar una ruta hacia el Río de la Plata determinó la decisión de erigir la ciudad de Córdoba de la Nueva Andalucía.
Es fundada así, a orillas del río Suquía (hoy Río Primero) el 6 de julio de 1573 por Jerónimo Luis de Cabrera. Luego de su fundación, Córdoba integró la Gobernación del Tucumán, dependiente primero de Chile y luego del Virreinato del Perú. La necesidad de dividir el Virreinato del Río de la Plata y su importancia estratégica, llevó a convertirla en intendencia el 5 de agosto de 1783, siendo su capital la ciudad de Córdoba, abarcando sus límites hasta las regiones de San Juan, San Luis, Mendoza y La Rioja. Su primer Gobernador Intendente fue el Marqués de Sobremonte.
Los conquistadores introdujeron a los jesuitas, quienes crearon numerosas estancias en el entorno de la ciudad y en las rutas de comunicación, asegurando una abundante producción pecuaria y consolidando las vías comerciales.
Llegan así al finalizar el siglo XVI, los primeros jesuitas quienes, posteriormente, levantaron la Compañía de Jesús, que comenzó a ser edificada en 1650. Siendo el templo más antiguo en la ciudad, es declarado monumento nacional en 1940 y Patrimonio de la Humanidad, en el año 2000. La Congregación Jesuítica en 1608 fundó el Colegio Máximo, base de la actual Universidad Nacional, fundada en 1613, que constituyera la segunda en Hispanoamérica.
En calles y avenidas de esta moderna ciudad, se encuentran testimonios de la arquitectura colonial y del paso de los Jesuitas por la región de suma importancia en su desarrollo. Los misioneros no se preocuparon de estudiar la lengua de los indios cordobeses y en cambio trataron de imponerles el quichua, lengua que ellos y muchos conquistadores conocían; esos esfuerzos, según documentos de los siglos XVI y XVII, tuvieron algunos resultados, pero con la pérdida del idioma propio se produjo también la extinción de los comechingones en la masa mestizada de la antigua gobernación del Tucumán.
A principios del siglo XIX Córdoba, comenzó a vivir los albores de la independencia, convirtiéndose progresivamente en terreno fértil de los esfuerzos que en ese sentido habrían de manifestarse en la Revolución de 1810. Encabezando las consignas autonomistas de las provincias del interior, Córdoba protagonizó un papel preponderante en el intento de conformar el sistema federal, destacándose en este sentido la labor de Juan Bautista Bustos. Este crecimiento se interrumpió durante la guerra de la Independencia y las luchas civiles posteriores.
Retomando este crecimiento a mediados del siglo XIX, con el incremento demográfico debido a la inmigración extranjera facilitada por la llegada y la ramificación de los ferrocarriles y la colonización de ambas márgenes de las vías férreas y de otras tierras destinadas a tal fin. El 31 de enero de 1821 quedó sancionado el “Reglamento Provisorio para el régimen de administración de la Provincia de Córdoba”, antecedente válido de la Constitución de la Provincia, sancionada el 16 de agosto de 1855. En el siglo XX, Córdoba albergó, entre los hechos políticos más trascendente, a la conmoción estudiantil de 1918 y su producto, la Reforma Universitaria y el “Cordobazo” del año 1969.
En 1927, con la creación de la Fábrica Militar de Aviones, se inicia una nueva etapa – la industrial – consolidándose treinta años después al ritmo de la instalación de grandes complejos automotrices y numerosos establecimientos fabriles.

El acta de la fundación de Córdoba dice:
Acta de fundación de la ciudad de Córdoba, Argentina. Según la transcripción dice, “Que por cuanto las cosas que no tienen principio y fundamento en Dios nuestro Señor permanecen y se aumentan y las que no son principiadas en su Santo nombre se acaban y se deshacen, le encomienda la fundación de esta nueva Ciudad y la pacificación de los naturales de estas Provincias para que su Divina Magestad los traiga a verdaderos conocimiento de nuestra Santa Fe Católica y en ella se les predique el Sagrado Evangelio y que en nombre de Su Magestad, por virtud de sus Reales Provisiones y Poderes que para ello tiene, que manda se pongan en estos autos por cabeza del libro de Cabildo de esta nueva Ciudad, que puebla y funda en este dicho asiento del Río que los indios de Suquía y el dicho Gobernador le ha nombrado de San Juan por llegar a él en su día y por ser el sitio más conveniente que ha hallado para ello y en mejor comarca de los naturales y en tierras baldías, donde ellos no tienen ni han tenido aprovechamiento, por no tener sacadas acequias de ellas, por tener mucha abundancia y mejores tierras y haber en el dicho asiento las cosas necesarias y bastantes y suficientes que han de tener las ciudades en nombre de Su Magestad, se fundan, como son dos ríos caudales que tienen en término de tres leguas, de muy escogidas, aguas, con mucho pescado y que el uno alcanza a entrar en el Río de la Plata, donde ha de tener puerto esta Ciudad para contratarse por el mar del norte con los Reinos de Castilla, y estar el dicho puerto a poco más de veinte leguas de aquí, y ser el dicho asiento sano y de buen temple y abundante de montes para leña, y piedra y cal y maderas y tierras para heredamientos y dehezas para pastos de ganados y de mucha caza; y participa a dos leguas de las serranías y cordilleras a donde se han hallado muestras de todo género de metales, por donde se ampliará la corona de Castilla y quintos de Su Magestad…”

Fue un militar francés, que desempeñó tareas militares (Capitán de navío de la Real Armada, Comandante General de Armas de Buenos Aires) y administrativas para España, alcanzando el título de virrey del Río de la Plata.
Nacido en la Ciudad de Niort, en Poitou, en 1753, realizó su formación militar en España, en la escuela militar de la Orden de Malta, de la cual egresó, a los 15 años, con la cruz de Caballero. Prestó servicio en su patria, en el regimiento de Royal-Piémont. Pero regresó a España, para recibir en Cádiz, en 1774 el grado de Alférez de fragata y, en 1796 en Montevideo, el grado de Capitán de navío.
Posee una extensa foja de servicios, ya en tierras americanas.
En 1803, fue nombrado gobernador de Misiones, por el virrey del Pino. Donde realizó un importante estudio político y científico de la zona. Pero fue destituido, porque ese informe, tocó intereses relacionados con el poder.
En 1804 recibe del virrey Rafael de Sobremonte el cargo de jefe de la estación naval de Buenos Aires, mas es transferido, rápidamente, a la Ensenada de Barragán. Allí lo encuentra la primera invasión inglesa al Río de la Plata en 1806. Su valor en la reconquista de defensa de la ciudad, en las dos invasiones inglesas a Buenos, especialmente porque el Virrey Sobremonte huyó, dejando a la ciudad librada a su suerte, le valieron el reconocimiento popular (Los porteños exigieron al cabildo la deportación de Sobremonte y el reconocimiento de Liniers en el cargo, nombramiento que confirma la corona). Y, también, la gratitud histórica.
Su hermano el Conde de Liniers, tuvo alguna relación con que se lo considerara cómplice de una conspiración que pretendía anexar a Francia el Río de la Plata.
Lo sucedió en el cargo Cisneros. Liniers se instaló en Alta Gracia, Provincia de Córdoba, esperando la autorización para viajar a España, por la que sentía nostalgias. En el ínterin lo sorprendieron las noticias de los sucesos revolucionarios de mayo de 1810. Fiel a España, se opuso al proceso revolucionario. Fue hecho prisionero mientras organizaba una fuerza militar para sofocar la junta de gobierno porteña y, fusilado por orden de gobierno revolucionario, el 26 de agosto de 1810.
La ejecución de Liniers fue la primera de la revolución, la más dolorosa en aquellos tiempos, y aún hoy nos pesa.
Los que la decidieron desde el papel y desde las armas lo respetaban y admiraban. Los jefes militares revolucionarios, al recibir la orden de la Junta, se negaron a cumplirla, habían luchado a su lado durante la reconquista, eran compañeros de armas y amigos, lo apreciaban por esforzado y desprendido.
Pero hubo que llevarla a cabo. La noche anterior al fusilamiento, en el lugar conocido como Cabeza de Tigre, se dispusieron medidas extraordinarias en el campamento, porque se temía un motín. No comprendía la tropa, eso de fusilar a un valiente que tanto servicio había prestado.
La muerte de Liniers, se nutre en la tragedia. No fue traidor, él era monárquico y murió sereno, defendiendo sus ideas. Los hombres que iniciaban la independencia, no tuvieron alternativa. Debían proteger el comienzo de la que sería una larga lucha. Liniers vivió y murió como una persona consecuente con sus principios, y a casi 200 años, lo recordamos con gratitud, por su valor, y su leyenda.
Sus restos, contrariando las demandas de la familia, que deseaban resposaran en territorio argentino, se encuentran en Cádiz.
De líder a fusilado. La primera invasión de los ingleses, en junio de 1806, lo encontró con un destino militar en el puerto de Ensenada y una sólida experiencia en el Río de la Plata, donde navegaba desde hacía casi veinte años. Los ingleses destinaron apenas 1.500 hombres para la operación militar sobre Buenos Aires y les bastaron para apoderarse de la ciudad. Fue entonces cuando Liniers reaccionó en solitario. No se trata de que nadie quisiera detener a los invasores sino de la deserción de las autoridades y el caos que invadió a esos porteños acostumbrados “a comer y dormir bien”. Manuel Belgrano, que salió a la calle pensando en resistir, más tarde describió así la situación que encontró en ese momento. “Volé a la Fortaleza (sede del gobierno) y allí no había orden ni concierto en cosa alguna, como debía suceder con hombres ignorantes de toda disciplina”.
Liniers logró entrar a la ciudad ocupada gracias a un pase que gestionó para él una bella francesa, Ana Perichon, esposa del inglés Tomás O”Gormann, con la que viviría una relación escandalosa para la época. Dos días después de la capitulación, Liniers ya estaba en Buenos Aires, amparado por su condición de francés, ya que los vencedores prohibían cambiar de domicilio a los españoles y a los nativos, y él no era ninguna de las dos cosas. Es historia conocida la habilidad de Liniers para reunir del otro lado del río, en Colonia, una tropa de 1.200 hombres entre veteranos milicianos y hasta marineros de fortuna de un corsario francés y con ella derrotar a los ingleses. Pero los sentimientos del propio Liniers se pueden leer mucho mejor en las cartas a los amigos desde la paz cordobesa. “Entonces la mayor parte de las noches las pasaba en vela, amanecía con nuevos cuidados y ahora duermo pasmosamente y amanezco lleno de satisfacciones”, escribió con alivio.
En la correspondencia privada de Liniers también aparecen anotaciones sobre los negocios que se proponía emprender en esos días previos a la tragedia de 1810, especialmente una sociedad anónima de minería en La Rioja, formada por 500 acciones de 200 pesos, en la que había visto “la perspectiva de un incalculable lucro”. En su retiro cordobés las autoridades españolas le habían manifestado voluntad de otorgarle en concesión el negocio de la llamada “plata piña”, masa esponjosa formada por el sobrante de plata después de la extracción del mineral en el rico yacimiento de Famatina. En las mismas vísperas de la revolución de Mayo el negocio de Liniers marchaba bien y aunque de la correspondencia no surge que ya estaba definitivamente atado, lo cierto es que en abril de 1810 el gobierno español autorizó un gasto importante para financiar la extracción del mineral de plata de La Rioja. Ese era el negocio que el francés estaba organizando cuando le llegó la muerte.
Sin embargo, el corazón de Liniers estaba en la política y en la guerra, y sería injusto negarlo. Una anécdota de la reconquista de Buenos Aires en 1806, de la que existen documentos, relata que cuando Liniers llegó hasta el fuerte con el uniforme atravesado por tres balazos, acompañado por una turba de soldados con uniforme y milicianos en su mayoría desarmados, su atención se dirigió hacia una mujer que había matado a un soldado inglés con sus propias manos. Esa mujer era Manuela Pedraza, a quien Liniers llama “la Tucumanesa”, y era la compañera de un cabo, a cuyo lado había peleado en las calles de Buenos Aires. Liniers se ocupará de recomendar a “la Tucumanesa” ante el Rey de España tan persuasivamente que a pesar de tratarse de un reconocimiento extraordinario para los ejércitos de entonces, Carlos IV le concederá a una mujer el grado de subteniente con sueldo y uso del uniforme correspondiente.
En mayo de 1808 Liniers había sido designado virrey con carácter interino, en medio de nuevas amenazas políticas y militares provenientes de España y del Brasil, adonde llegó ese año la familia real portuguesa escapando de la crisis europea. En la nueva posición demostró su lealtad a España y su autoritarismo justamente en la relación con el alcalde Alzaga, su sostén apenas cuatro años antes cuando juntos organizaron la reconquista de la ciudad.
El francés no era persona de buenos modales. Cuando Martín de Alzaga y Liniers empezaron a vivir las tensiones propias del poder, cada uno en su lugar y ambos por mandato real, Liniers le dijo groseramente a Alzaga: “zapatero a tus zapatos”. Le recordó que el alcalde debía ocuparse del orden en la ciudad, el abastecimiento de sus habitantes y el fomento de las artes, pero en cuanto “a las ideas del alto gobierno y las materias del Estado”, Alzaga era nada más que “un topo”. El español —hombre rico y seguro de su posición— respondió que había recibido sin merecerlo “una injuria atroz” y que Liniers recién había sido nombrado, mientras él se hacía cargo de todo en la ciudad. En los días siguientes la batalla política invadió las calles: en la Plaza de Mayo (entonces Mayor) la muchedumbre bramaba contra “el francés” Liniers y pedía su dimisión.
Aquella antigua disputa personal en la colonia que tocaba a su fin la resolvió Liniers como eximio golpista. Ante una maniobra política de Alzaga, Liniers ocupó el fuerte con los militares que lo seguían y se llevó presos al español y su séquito, que fueron embarcados a la fuerza, aún con la ropa de gala, propia de la ceremonia en la que pensaban destituir a Liniers como virrey. Y para construir un ejército propio, según los documentos oficiales del Cabildo, Liniers creó 1.400 puestos de oficiales para un ejército que no contaba con más de 5.000 hombres. “Entre ellos —dice el informe del Cabildo de Buenos Aires a la Junta Central de España— presidiarios públicos, ladrones encausados, asesinos y reos de doble matrimonio”.
La apacible colonia se disolvía por la lucha de los españoles contra los españoles, con un francés expeditivo en el medio dispuesto a todo. Un testigo escribe sobre el complot de Alzaga y el golpe militar del francés: “Liniers les ha dado un grado más a los que asistieron en la plaza a su defensa; ha hecho dos brigadieres, coroneles a patadas, los capitanes y tenientes son tantos que no hay perro ni gato que no tenga charreteras y, al contrario, ha degradado a todos los que no lo defendieron”.
La violencia política se había instalado en la sociedad y ya no iba a abandonarla. En unos pocos años, después que los ingleses entraron en Buenos Aires, la cultura política derivó incesantemente hacia la tragedia.
En 1806, sin embargo, el jefe de los ingleses, Beresford, había podido escribir a sus superiores en Londres que “la satisfacción del pueblo va creciendo día a día”, atribuyéndola a que había conformado al clero español de la ciudad, en el primer momento alarmado por la llegada de los protestantes.
Los comerciantes que hablaban inglés —48 en esos años, según los informes del jefe británico— todos ellos expertos contrabandistas, procuraban hacer llevadera la vida de los invasores y el prior de los frailes dominicos no vaciló en afirmar en un documento que haber perdido el gobierno propio “suele ser muchas veces el principio de la gloria de un pueblo”, porvenir que el sacerdote veía próximo gracias a “la suavidad del gobierno inglés y las sublimes cualidades de Beresford”. Pero era humo de vanidad y espíritu de acomodo.
Liniers lo había visto cuando escribió a su amigo: “Miro con la mayor lástima a los desgraciados mortales que tanto anhelan por un poco de humo que el menor viento disipa, a semejanza de esos globos que en nuestra niñez formamos con agua de jabón, que nos causaban admiración por la brillantez de las refracciones de la luz y cuando nos parecen más hermosos se convierten en un sutil vapor”.
Para el golpista Liniers la paz de Alta Gracia, que hasta 1810 le permitía imaginar negocios, escribir a los amigos y recomendar “algunas botellas” (como puede leerse en cierta carta recuperada del archivo de su familia), se quebró sin remedio después del 25 de Mayo de ese año. Córdoba se convirtió en el foco de la resistencia a los planes de Buenos Aires y Liniers en su cabeza más importante. El dedo de la revolución lo señaló y el 28 de julio la junta de Buenos Aires lo condenó a muerte, una sentencia que tardaría en cumplirse y se ejecutará recién el 26 de agosto de 1810. El final de Liniers ha sido reconstruido por algunos testigos, aunque quienes lo ultimaron cumpliendo órdenes nunca estuvieron realmente convencidos de que habían obrado bien y prefirieron no hablar del caso. Liniers huyó de su hacienda para refugiarse en una estancia, donde pagó a un peón negro para que lo escondiera. Llevaba mulas para cambiar durante la fuga y fueron éstas lo primero que descubrió la partida militar que le seguía los pasos para fusilarlo. El peón se asustó cuando los militares llegaron y confesó la identidad del fugitivo.
La patrulla emprendió el saqueo de los equipajes de la pequeña comitiva que acompañaba al héroe de las invasiones inglesas. Este, aparentemente llegó a gatillar dos tiros de su escopeta, que no salieron.
Había desafiado muchos peligros y había pensado más de una vez que moriría a bordo de una nave de guerra o luchando a campo abierto, pero el destino le había reservado un final patético. Amarrado con tanta presión que “la sangre brotó por las yemas de sus dedos”, un oficial de baja graduación, encargado del fusilamiento, lo tuteaba sin respetar edad ni grado y lo llamaba “pícaro sarraceno”, una extraña alusión a aquellos árabes que en su adolescencia fueron sus primeros enemigos. Fue “arcabuceado” según la expresión de Mariano Moreno para quien el francés se había convertido en la peor amenaza militar de la naciente revolución, junto con otros cuatro complotados para mantener el Río de la Plata en la soberanía de España. Combatió contra portugueses, árabes, ingleses y otros, pero su última batalla la perdió con los argentinos, recién nacidos para la historia.
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