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Sucesos Argentinos
1971 - 2000

Argentina - Sucesos Argentinos - 1971 - 2000 - Buenos Aires

Provincia de Buenos Aires

¿Cómo y por qué volvió a gobernar el peronismo? Por Rodolfo Terragno.

En 1955, Juan Domingo Perón fue desalojado del poder. Desde entonces, se habían ensayado todos los métodos para esfumar su figura. El 5 de marzo de 1956 se dictó (y permaneció en vigencia durante largos años) un decreto que, con mérito, debería ingresar, no sólo a una antología del despotismo, sino a una historia de los esfuerzos inútiles que, en todo tiempo y lugar, han hecho los gobernantes inseguros. El decreto prohibía “las imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas artículos y obras artísticas” que fueran “o pudieran ser tenidas por” lo que el decreto llamaba “afirmación ideológica peronista”. No se podía exhibir una fotografía de Perón, ni escribir su nombre, ni el de sus parientes, y a quien incurriera en tales delitos le esperaba la cárcel. Los militares que habían derrocado a Perón imitaban, sin saberlo, a Shi–Huang–ti, el emperador chino que mandó a quemar cuanto libro se hallare en el imperio, para borrar así todo aquello que lo hubiera precedido. Por cierto, el prestigio de Perón entre los trabajadores y gruesas capas de la clase media, no mermó sino queaumentó a medida que la selecta minoría gobernante se empeñó en el vano intento de borrar una época (la que va de 1946 a 1955) durante la cual obreros y empleados habían obtenido, no sóloreivindicaciones sociales perseguidas antes durante décadas, sino acceso –a través de lossindicatos– a la participación en el manejo del Estado. Participación en el manejo del Estado. La realidad es indeleble, y a menudo se vale de un procedimiento cruel para ponerse de manifiesto. Quienes la niegan, son colocados en situaciones azarosas, de las cuales sólo pueden librarse escogiendo una salida que los precipitará al vacío. Los norteamericanos, al ver comprometida su hegemonía universal, negaron en los años ’50 a la China de Mao Tse–tung. Simularon que 700 millones de habitantes no existían. Eliminaron del mapa de las Naciones Unidas al país más poblado de la tierra y fingieron que Chiang–Kai–shek lo representaba. Por fin, Richard Nixon tuvo que redescubrir China. No hacerlo suponía permitir que Mao siguiera actuando fuera de toda regla convencional, tornar casi imposible la retirada estadounidense del sudeste asiático y seguir minando, así, el poderío material y moral de Norteamérica

Hacerlo era la solución, pero era, también, renunciar a un área geográfica; admitir una nueva reducción del campo de acción norteamericano y, en definitiva, dar un paso más hacia la desaparición del imperio de los norteamericanos. En la Argentina, después de haber negado durante dieciocho años la existencia de Perón, y el apoyo que la mayoría le brindaba, hacia 1972 se hizo necesario admitir al peronismo. El general Alejandro Lanusse, entonces jefe del Ejército y presidente de la Nación (de facto, por supuesto) permitió la reincorporación de Perón a la legalidad. Lo hizo para salvar al sistema social vigente, acosado por la violencia: anto la organizada, que ejercían las guerrillas, como esa violencia masiva e inorgánica que en 1969 había tenido su expresión más dramática en Córdoba, una gran ciudad industrial que, literalmente, ardió durante días a causa de violentos disturbios callejeros.

La Argentina vivía un peligroso sentimiento de frustración. Se había vuelto un país políticamente inestable, con una economía en permanente crisis y una mayoría disconforme. Los militares –responsables de la inestabilidad política– y los intereses económicos dominantes –responsables de los desequilibrios estructurales que crearon y mantuvieron en su propio beneficio– se habían encargado, durante años, de “hacer la gloria” de Perón. Esos dueños del poder, que por un lado le negaban el voto a la mayoría y hacían bajar el salario real, por otro lado se encargaban de hacer notar que su contrafigura era Perón. Las nuevas generaciones, que no habían conocido al peronismo, lo creyeron mucho más revolucionario de lo que realmente era este movimiento populista, que jamás había auspiciado la abolición del capitalismo sino la morigeración de algunas de sus injusticias. [Aun cuando se organizó como un partido, el peronismo siempre se consideró un “movimiento”]. Ese movimiento, reinterpretado por los jóvenes y hasta convertido (como en el caso de los montoneros) en bandera para la guerrilla, se hizo demasiado peligroso. Perón, por su parte, alentaba a los jóvenes iracundos: evocaba la juventud como “la época en que todos estábamos en la delincuencia”, e invitaba a las nuevas generaciones de peronistas a hacer más insidioso su hostigamiento al enemigo. El viejo guerrero efectuaba, así, una maniobra táctica contra quienes le habían arrebatado el poder. El 23 de julio de 1972, el diario La Vanguardia, de Barcelona, había publicado una entrevista en la cual Perón aparecía diciendo:

“Yo no regreso porque, en conducción, soy un profesional. He dedicado toda mi vida al estudio de la conducción, y no es previsible que falle en el manejo de s resortes. Hay un principio, o una regla de conducción, que dice que el mando estratégico no debe estar jamás en el campo táctico de las operaciones, porque allí se siente influido por los acontecimientos inmediatos, toma parte de ellos, y bandona el conjunto”. oyendo esto, Lanusse creyó que, definitivamente, Perón se rehusaba a volver, y entonces desafió públicamente a aquel anciano que se definía a sí mismo como “un león herbívoro”. Fue el 27 de julio de 1972, cuando afirmó que a Perón “no le daba el cuero” para volver. En esa oportunidad, Lanusse censuró, además, el criterio estratégico de su adversario: “Nada reemplaza la presencia física de un comandante”, dijo.

El reto fue, inesperadamente, aceptado. Perón regresó a la Argentina, después de 18 años de exilio, el 17 de noviembre de 1972. Aunque a las cuatro semanas volvió a alejarse del país, el solo hecho de haber demostrado que sí le daba el cuero, dejó a Lanusse sin posibilidades de continuar su tarea de destruir el mito. Sin embargo, algo más trascendente se puso en marca: ese Perón reivindicado, sería un seguro contra la radicalización de las huestes peronistas. Sólo él podía desmontar los mortíferos dispositivos que –con su anuencia– se habían incorporado al Movimiento. Liderados por el propio Lanusse, los militares aceptaron hasta el riesgo de dar paso a un gobierno que, en última instancia, podía afectar seriamente al sistema de poder que ellos querían preservar. Con la esperanza de que ese extremo no fuera alcanzado, Lanusse promovió el diálogo con el caudillo, y envió como negociador a un alto oficial del Ejército. En un mensaje al país, preguntó: “¿Qué otro camino queda por transitar que no haya sido intentado?”. Y en un libro que escribió años más tarde, confesó hasta qué punto había influido en su conducta el temor de que “un desgaste total de Perón ignificara, en lugar de una ventaja decisiva, otro grave problema, si llegaban a predominar, como consecuencia, los grupos activos impregnados de izquierdismo: las formaciones juveniles y los grupos sindicales combativos”. También admitió en ese libro que el “objetivo fundamental” del proceso que él había conducido fue rescatar a las Fuerzas Armadas, “desprendiéndolas de la tan compleja, extrema, situación política” para restablecer su “capacidad moral” y reintegrarlas a su presunta función de ser “guardianes de los valores fundamentales”, es decir, árbitros supremos y no partes en conflicto. Con claridad, los militares aspiraban a que Perón (mucho menos revolucionario de lo que sus jóvenes partidarios creían o, en algunos casos, fingían creer) viniera a apagar el fuego que se había encendido en su movimiento.

Estaban dispuestos a archivar todos los expedientes que le habían abierto en 1955, a devolverle su grado de teniente general, a reintegrarle los bienes que le habían confiscado, a hacerle la venia y a tolerar que mirase a su alrededor con aires de salvador de la patria; todo con tal de que desactivara los mecanismos de la subversión. Creer que la mera negociación con Perón podía resolver los problemas que afligían a los militares, equivalía a suponer que Perón podía hacer con sus partidarios lo que él quisiera. En verdad, un líder no dicta, sino que interpreta la voluntad de sus seguidores; es, al fin de cuentas, un representante. Perón mantuvo las conversaciones hasta que las Fuerzas Armadas llegaron, en su promesa de normalizar al país, a un punto que no permitía la marcha atrás. Desde ese momento, actuó por las suyas. Su futuro y definitivo triunfo ya había empezado a gestarse durante aquel primer retorno, en 1972, cuando el país pudo ver cómo el “infame traidor a la patria”, antes degradado y vituperado, pisaba otra vez suelo argentino, y su nombre prohibido era pronunciado en todas partes. Las reglas de juego impuestas por Lanusse, sin embargo tornarían indirecto el regreso de Perón a la presidencia. Como no podían ser candidatos quienes, a determinada fecha, hubiesen tenido su domicilio en el extranjero, Perón –que lo tenía en España–eligió, como su reemplazante en la fórmula presidencial, a un fiel seguidor: el odontólogo Héctor J. Cámpora, quien había presidido la Cámara de Diputados durante el primer gobierno peronista, desde 1948 hasta 1952. [El primer gobierno peronista cumplió el período 1946–1952. En noviembre de 1951, Perón fue reelecto para gobernar otros seis años, pero este segundo período quedó trunco al ser derrocado, en 1955, por un golpe militar]. No faltaron quienes creyeran que Cámpora –cuya nominación fue poco menos que comparada a la decisión del Quijote de hacer a Sancho Panza gobernador de la ínsula de Barataria– ahuyentaría al electorado independiente y provocaría la escisión del peronismo. Los comicios, celebrados el 11 de marzo de 1973, demostraron que la predicción era infundada: Perón halló en Cámpora la forma de ser votado. La realidad, como siempre, se había impuesto. Ahora, era el peronismo el que debía someterse a ella. No podía ignorar que sus enemigos conservaban una apreciable cuota de poder, militar y económico. No ignorar los límites del poder, ni de sus propias fuerzas.

Gobierno de Cámpora

Los 75 días previos

El 11 de marzo de 1973, el Frente Justicialista de Liberación (FREJULI), liderado por el peronismo y complementado con desarrollistas, democristianos e independientes, obtuvo una categórica victoria enlas urnas. Su candidato presidencial, Cámpora, acaparó 49,59 por ciento de los votos. Su rival más importante, Ricardo Balbín, de la Unión Cívica Radical [partido social–demócrata] apenas logró 21,3 por ciento. Una larga lista de postulantes menores cosechó el remanente. La ley exigía que, para ser consagrado presidente, un candidato obtuviera más de la mitad de los votos emitidos. A Cámpora le faltaba 0,41 por ciento más un voto, pero el peronismo salió a festejar su victoria como si fuera definitiva. Lo era.

El radicalismo sabía que era imposible dar vuelta el resultado en el ballotage; y el gobierno –con la anuencia de los demás partidos– juzgó innecesario, y desaconsejable, convocar a la segunda vuelta prevista en la legislación electoral. El país, en general, se oponía a la aplicación literal de la ley, que lo habría embarcado en un proceso inútil y hasta peligroso: si se llamaba de nuevo a elecciones, los sectores más radicalizados del peronismo acusarían al gobierno de fraude y tal vez, lanzaran una nueva ofensiva. Por otra parte, no estando firme el triunfo peronista pero siendo más que segura su ratificación, algunos sectores de la Fuerzas Armadas eran capaces de intentar el aborto de la nueva legalidad.

Se resolvió obrar, en cuanto a la elección de autoridades nacionales, como si el FREJULI hubiese obtenido la mitad más uno de los votos. Sólo se convocó a segunda vuelta para comicios locales, en 15 distritos donde el Frente no obtuvo la mayoría neta necesaria para imponer sus candidatos a gobernadores y legisladores. El día 25, Cámpora viajó a Roma para reunirse allí con Perón. Por entonces, se decía que el peronismo aplicaría el “modelo italiano” de desarrollo industrial: empresas mixtas –en las cuales el Estado y los particulares participan en proporciones variables bajo la dirección de un organismo (en Italia el Instituto de Reconstrucción Industrial, IRI) encargado de implementar los programas gubernamentales. También se decía que Perón estaba a la búsqueda de capitales italianos (así como árabes) y de un entendimiento, a través de Italia, con la Comunidad Económica Europea. La Argentina peronista se acercaría al Pacto Andino (un esbozo de mercado común que comprendía a Venezuela y los países sudamericanos del acífico) y procuraría cierta complementación de esta comunidad sudamericana con la CEE. Il Tempo, de Roma, señaló para esa época: “La Argentina tiene yacimientos de cobre comparables a los de Chile. Sus recursos mineros ( ierro, estaño, uranio) apenas han sido tocados. Europa está llena de dinero y no espera otra cosa que volcarlos en la Argentina”. El 14 de enero, en Buenos Aires, el diario Mayoría había publicado una entrevista a Perón. “El problema va a ser liberarse de los yanquis”, había dicho allí el viejo líder. En su boca, esa afirmación tenía un sentido diferente al que habría tenido en boca de un Fidel Castro. En marzo, mientras recibía a Cámpora en Roma, declaró al Giornale d’Italia: “La actividad privada continuará siendo la base de la economía argentina”.

Él no estaba contra el capitalismo, ni contra la inversión extranjera; creía preferible asociarse con Europa –aun inficionada por los norteamericanos– y no directamente con los Estados Unidos. Esperaba que esto, unido a la disposición de comerciar con todos los países de la tierra (sin excluir a los comunistas) le confiriese a la Argentina un mayor margen de maniobra, y le permitiera a él mismo cumplir su aspiración de convertirse en un líder del tercer mundo. Esto no inquietaba a los dirigentes de la economía argentina conquistar nuevos mercados e incorporar capitales, todo con el aval de Perón, era más bien halagüeñoara sus intereses. El país necesitaba, además, nuevas estrategias para resolver problemas que estaban tornándose crónicos. La deuda externa, al 31 de diciembre de 1972, era de 5.743.700.000 dólares. El déficit fiscal previsto para 1973, ascendía a 26.102.500 dólares. En el marco de las relaciones económicas internacionales mantenidas hasta entonces, no parecían haber solución a estos problemas. Por eso, los ensayos del peronismo merecían, de parte de los principales sectores económicos, una actitud benigna y hasta esperanzada. En el terreno político, en cambio, el inminente gobierno Cámpora era causa de incertidumbre y temor. El 14 de marzo, Perón había pronosticado –en declaraciones a la prensa– que, desaparecidas ya sus causas, desaparecería la guerrilla.

Sin embargo, la actividad guerrillera no cesó con el triunfo peronista: al contrario, continuó su avance con una velocidad que no era la de la inercia. El 29 de marzo estalló una bomba en la sede del Comando en Jefe de la Marina. El 1º de abril fue secuestrado un contralmirante. El 4, un comando asesinó a un coronel. El 30, fue ultimado otro contralmirante, ex Jefe del Estado Mayor Conjunto. La guerrilla golpeaba contra las Fuerzas Armadas, que aún retenían el gobierno. Mientras tanto, el electorado de la capital demostraba, el día 15, que al votar a Perón, no se había pronunciado por la derecha: en la segunda vuelta para elegir senador, la Unión Cívica Radical derrotó al FREJULI, que llevaba como candidato a ue llevaba como candidato a un nacionalista ultramontano. En casi todos los otros distritos donde hubo segunda vuelta, ganó el FREJULI. En esos días, el joven secretario general del peronismo, Juan Manuel Abal Medina, anunció que el 25 de mayo se abrirían las cárceles. Ya el presidente electo había declarado a Il Messaggero, de Roma, el 15 de marzo: “No quedará en la cárcel ningún compatriota, sean cuales fueren los hechos que haya realizado, siempre que tengan motivación política”. Tan inquietante como esa perspectiva resultó el anuncio de Rodolfo Galimberti, un destacado dirigente de la juventud peronista que –luego de haber pasado cuatro meses en la clandestinidad– reapareció poco después de las elecciones para revelar que estaban organizándose “milicias juveniles”. Simultáneamente, se anticipaba que el inminente gobierno peronista “descabezaría” al Ejército, mandando su cúpula a retiro.

Los militares se agitaban. Como Lanusse lo dice en su libro, no estaba en los planes ni en la vocación de ellos “el triunfo comicial de un peronismo caotizado donde predominaban confusas ideologías extremistas”. Los generales en actividad, recordaban los “cinco puntos” que habían firmado el 7 de febrero. Bajo el título “Compromiso de conducta que el Ejército Argentino asume hasta el 25 de mayo de 1977…”, habían fijado las reglas de juego a que debería atenerse, incluso, el gobierno surgido de las urnas. El punto 4 mandaba “descartar la aplicación de amnistías indiscriminadas para quienes se encuentren bajo proceso o condenados por la comisión de delitos vinculados con la subversión y el terrorismo”. El punto 5 prescribía que las Fuerzas Armadas compartirían “lasy el terrorismo”. El punto 5 prescribía que las Fuerzas Armadas compartirían “las responsabilidades dentro del Gobierno que surja de la voluntad popular (…) en especial en lo que hace a la seguridad externa e interna…”. Más de un oficial exigía que aquel compromiso no quedara en letra muerta. El 16 de marzo, hablando frente al propio Lanusse, un coronel afirmó públicamente que el Ejército podía perdonar, pero que jamás olvidaría las ofensas que había recibido.

El jefe del II Cuerpo del Ejército (uno de las cuatro regiones militares en que se divide el país) advirtió por esos días: “Si se abren las cárceles para los criminales de la subversión, muy poco o nada quedará de digno en la vida de los argentinos”. Otro oficial del Ejército, a su vez, dijo desde Magdalena –una localidad de la provincia de Buenos Aires, sede de fuerzas blindadas– que “el fanatismo insano de algunos y los designios perversos de otros, pueden llegar a impedir que los argentinos vivamos en una patria soberana y podamos cultivar el sentimiento de libertad y de la dignidad humana”.

El 23 de abril, generales y coroneles en actividad discutieron la situación y, luego, dejaron trascender que no tolerarían la amnistía indiscriminada, la formación de milicias ni la liquidación de la cúpula castrense. Más explícito, al despedir los restos de un contralmirante asesinado por la guerrilla, un compañero de armas aprovechó la oración fúnebre para confesar, el 1º de mayo, la “tentación de ordenar primero el país para entregarlo después”; tentación que, al parecer, compartían muchos militares. Algunos recordaban el mensaje que Lanusse había dirigido al país las vísperas de la elección: “… del sufragio también puede resultar que la República pierda y se sumerja en la anarquía, la obsecuencia, la delación, la corrupción, el engaño, el mesianismo, el envilecimiento de las instituciones, el cercenamiento de las libertades, la implantación del terror y la tiranía o la subordinación a la voluntad omnímoda de un hombre (…) Pero esté segura la ciudadanía de que el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea, que se han jurado hacer posible el comicio, no serán cómplices en la instauración de ningún nuevo despotismo, ni tolerarán forma alguna de violencia”. Desde España, Perón advirtió que –embriagados por la victoria– los jóvenes peronistas corrían el riesgo de perder de vista los estrechos límites a los que estaba sometido el proceso inaugurado el 11 de marzo. “No malograr lo que tanto nos ha costado alcanzar”, recomendó el líder en una carta que circuló entre los dirigentes de su movimiento. Poco después, el propio Perón pidió la renuncia de Galimberti:

aquel impulsivo joven que había anunciado la constitución de milicias. De todos modos, los altos mandos de las Fuerzas Armadas discutieron durante una semana (del 30 de abril al 6 de mayo) si, finalmente, entregarían el gobierno a Cámpora. Un periodista político reveló, al cabo de las deliberaciones, que el Ejército había resuelto lo siguiente: “Se transferirá el gobierno el 25 de mayo; mientras tanto, la institución reforzará su verticalidad y la coherencia de sus cuadros, cerrando filas en función de su acción contra la guerrilla”. l tiempo mostraría el fiel cumplimiento del Ejército a este plan trazado en mayo de 1973. “Se van, se van, y nunca volverán” El 25 de mayo, los militares abandonaron el gobierno. La banda presidencial lució, desde ese día, en aquel dentista de San Andrés de Giles –un pueblo de la provincia de Buenos Aires– que años atrás, durante la segunda presidencia peronista, se había proclamado a sí mismo “un obsecuente del General”. El gabinete de Cámpora, en cuya formación –no obstante reiteradas esmentidas– intervino Perón, quedó integrado de este modo: inistro del Interior (encargado de los asuntos políticos, el manejo de la policía y las relaciones con las provincias): el joven abogado Esteban Righi (32 años), de izquierda. Ministro de Relaciones Exteriores y Culto: otro abogado pro izquierda, Juan Carlos Puig.

Ministro de Hacienda y Finanzas: el empresario José Ber Gelbard, líder de la Confederación General Económica (CGE), una de las dos grandes centrales empresarias. La otra, la Unión Industrial Argentina (UIA), nucleaba a las empresas multinacionales que operaban en el país, y a los grandes ganaderos. La CGE era la organización de los pequeños y medianos empresarios. Ministro de Relaciones Exteriores y Culto: otro abogado pro izquierda, Juan Carlos Puig. Ministro de Hacienda y Finanzas: el empresario José Ber Gelbard, líder de la Confederación General Económica (CGE), una de las dos grandes centrales empresarias. La otra, la Unión Industrial Argentina (UIA), nucleaba a las empresas multinacionales que operaban en el país, y a los grandes ganaderos. La CGE era la organización de los pequeños y medianos empresarios. inistro de Trabajo: el sindicalista Ricardo Otero, de derecha. inistro de Cultura y Educación: el médico Jorge Alberto Taiana, de centro–izquierda. Ministro de Defensa, Angel Federico Robledo, de centro. Ministro de Bienestar Social: el ex policía, secretario privado de Perón y astrólogo José López Rega, de derecha. Ministro de Justicia, el abogado Antonio Juan Benítez, de centro. [Por cierto, las calificaciones “de izquierda”, “de centro” y “de derecha”, pueden ser imprecisas; se las utiliza aquí al solo efecto de dar al lector una idea aproximada de las líneas divergentes que mostraba este heterogéneo gabinete]. Comandante en Jefe del Ejército fue designado el general Jorge Raúl Carcagno, un populista que se había hecho cargo de la provincia de Córdoba luego de los violentos disturbios ocurridos el 29 de marzo de 1969 y los días subsiguientes, conocidos en la Argentina bajo el nombre del “cordobazo”.

La designación de Carcagno y, luego, los destinos que el nuevo comandante dio a los distintos generales, colocó a diecisiete de ellos en “situación de retiro”, ya que en el Ejército ningún oficial puede servir a las órdenes de un camarada menos antiguo, y esos diecisiete generales tenían más antigüedad que aquéllos a quienes se eligió para dirigirlos. Era el “descabezamiento” esperado. Quedaban en actividad treinta y cinco generales. Ninguno de ellos tenía antecedentes de caudillo. Cámpora juró como presidente en el Congreso Nacional y, de allí, se dirigió a la Casa de Gobierno. En un salón colmado de adictos al nuevo mandatario, Lanusse debió entregarle los símbolos del poder: la banda y el bastón presidencial. Debió, asimismo, soportar estoicamente que la concurrencia cantara la “Marcha Peronista” a viva voz y le enrostrara la “V” de la victoria, que cada mano formaba con el índice y el medio. Testigos de todo eso fueron dos invitados especiales de Cámpora: el Presidente de Cuba, Osvaldo Dorticós, y el de Chile, Salvador Allende.

Aquel 25 de mayo, Lanusse pasó –según su propia confesión, hecha años más tarde– “el día más difícil” de su vida. Entregarle el gobierno al peronismo era algo que en ninguna otra circunstancia él hubiera hecho, y que muchos de sus compañeros de armas le reprocharían en adelante. La concurrencia, vocinglera y ofensora, se encargó de acentuar el malestar del hasta entonces presidente. Cuando, terminada la ceremonia, Lanusse se fue en un auto fuertemente custodiado y los otros dos miembros de la Junta Militar subieron a la terraza del palacio para tomar un helicóptero que los alejaría del lugar, la multitud –reunida en la vecina Plaza de Mayo– comenzó a gritar atronadoramente: “Se van se van/ y nunca volverán”. De verdad, la gente parecía creer que las Fuerzas Armadas habían perdido el poder para siempre. Cámpora salió a un balcón de la casa de gobierno, sobre la Plaza de Mayo: el mismo blacón desde el cual Perón acostumbraba, en el pasado, hablarle a la multitud. Ésta que ahora se reunía en el mismo lugar –compuesta, en su mayoría, por jóvenes que no habían sido parte de aquellas antiguas concentraciones– deliraba y no prestó demasiada atención al discurso de circunstancias que Cámpora –un mal orador– pronunció aquella tarde.

Exaltados por la victoria, los jóvenes exigían la libertad de los presos políticos, y no admitían que se hiciera excepción de los guerrilleros. Ese día, muchos salieron de la Plaza de Mayo para ir a gritar “¡Libertad!” a las puertas de la cárcel de Villa Devoto, en el noroeste de Buenos Aires. El 26 de mayo, unas 40.000 personas manifestaron frente a esa cárcel; dos jóvenes cayeron muertos, en un tiroteo entre manifestantes que pretendían tomar la prisión por asalto, y la guardia que debía impedirlo. Pero el mismo 26, Cámpora indultó a todos los presos políticos y el Senado aprobó

una amnistía amplísima, que abarcaba a procesados y condenados por cualquier delito –incluso homicidio– que hubiere tenido un móvil político. La Ley de Amnistía, aprobada por ambas cámaras, no fue promulgada hasta el 26; para entonces, sin embargo, las puertas de las cárceles ya se habían abierto. poco después, el Congreso derogó las leyes penales que había sancionado el gobierno militar; entre ellas, la que creaba tribunales especiales para juzgar a guerrilleros. uerrilleros en la calle, el Congreso derogando las leyes represivas… Muchos jóvenes creyeron estar comprobando que el “socialismo nacional” al que Perón se refería desde años atrás, era –como ellos imaginaban– una simbiosis de peronismo y marxismo. No obstante, una radio difundió por esos días una cinta, grabada en 1970 por un periodista que por entonces preparaba una biografía del Líder, antonomasia con la cual sus partidarios designaban a Perón. En la grabación –hecha en Puerta de Hierro, su residencia madrileña– el viejo caudillo decía: “…Así fui a parar en los años ’30 a Italia. Elegí Italia porque allí, indudablemente, se estaba produciendo un… digamos, un ensayo de un socialismo nuevo en el mundo. Hasta entonces el socialismo había sido el socialismo internacional, dogmático, marxista. Allí, en Italia, se estaba produciendo un socialismo sui generis, un socialismo nacional, un socialismo italiano, que era el fascismo. Ese mismo fenómeno se producía también en Alemania”. En 1975, EMI Odeón editó en Buenos Aires dos discos, bajo el título “Perón por Perón” (números 8099 y 8100), que recogían las conversaciones mantenidas por el mismo periodista con el caudillo, en España. En esos discos se incluía el párrafo citado. Pero los discos, no pudieron salir a la venta. Presiones de distintos tipos, forzaron a la casa grabadora a destruir casi todos los ejemplares. Quedó uno en el archivo de la empresa.] Ese testimonio grabado parecía indicar que, pese a la opinión de los jóvenes, José López Rega era un fiel intérprete de Perón. En su revista Las Bases, anunciada como “órgano oficial” del movimiento peronista, López había escrito que el socialismo nacional no era otra cosa que el nacional–socialismo. Los corresponsales extranjeros consultaron a Cámpora, pocos días antes de que éste asumiera la presidencia, sobre el sentido que debía darse a la expresión “socialismo nacional” usada por los peronistas.

“Para el Frente Justicialista de Liberación”, respondió Cámpora, “la esencia de su doctrina es genuinamente nacional, popular y cristiana, y el Frente está decidido a aplicar, desde el gobierno, todas las medidas de socialización de la economía que sirvan para elevar la condición humana, en la medida en que respeten las esencias y aspiraciones del hombre argentino”. El galimatías poco aportó. La acepción peronista de “socialismo nacional” seguía siendo oscura y, por esos días, el vicepresidente de Cámpora –el “conservador popular” Vicente Solano Lima– enturbió más la cuestión al declarar a un semanario: “Socialismo nacional es lo mismo que Jacques Maritain llamaba, por ejemplo, democracia pluralista”. Sin embargo, Lima agregó inmediatamente algo revelador: “Con la expresión ‘socialismo nacional’ salimos al cruce a otra cosa: salimos al cruce al socialismo marxista. Entre lo que el socialismo nacional es, está lo que no es: socialismo marxista”. Así se inició el gobierno de Cámpora: bajo el signo de la ambigüedad. Cada sector interpretaba el peronismo a su manera. Los jóvenes izquierdistas lo veían como un movimiento que, en las cruentas luchas libradas para recuperar el poder usurpado a Perón en 1955 (cuando fue derrocado por las Fuerzas Armadas), había pasado del populismo al marxismo. Los antiguos funcionarios del movimiento, los dirigentes sindicales, la corte de Perón y –según se comprobaría más tarde– el propio Líder, tenían una idea distinta. Cámpora pareció, desde el principio, sensible a las presiones de los jóvenes izquierdistas. No sólo liberó a los guerrilleros:

El 28 de mayo, reanudó las relaciones diplomáticas de la Argentina con Cuba (rotas en 1962, como consecuencia de una decisión de la Organización de Estados Americanos, O.E.A.). El 29, intervino todas las universidades del país y puso al frente de la más importante –la Universidad de Buenos Aires– a un marxista. El 1° de junio estableció relaciones diplomáticas con Corea del Norte. El 2, a través del Ministerio del Interior, ordenó la disolución del

Departamento de Investigaciones Políticas Anti–Democráticas (DIPA) y la destrucción de sus archivos. El 4, su ministro del Interior leyó ante oficiales de la Policía Federal un discurso en el que afirmó: “Nuestro orden es un orden revolucionario. Se respalda en el pueblo, cuyas luchas y movilizaciones expresa, no reprime. Poco después, el propio presidente indicó a los militares que, luego de haber sido instrumento involuntario “de los sectores del privilegio y del imperialismo”, debían ahora comprender a “la juventud de la Patria”, a la cual el pueblo le había confiado “la vanguardia de su defensa”. El 14 de anunció la renacionalización de bancos que, durante el gobierno militar, habían pasado a manos extranjeras. Los montoneros (guerrilleros que lideraban el ala izquierda del peronismo) se mostraban discretamente satisfechos con la tendencia del gobierno. A diferencia del Ejército Revolucionario del Pueblo, ERP (una organización guerrillera habitualmente calificada de “trotzkista”, ajena al peronismo, la cual ya había comunicado, el 29 de mayo, que la lucha continuaba), los montoneros resolvieron bajar las armas. Sin embargo, pronto Cámpora tuvo que viajar a España, para volver de allá con Perón. A partir de ese momento, la izquierda empezaría a perder terreno. Que Cámpora fuera permeable a los reclamos de los jóvenes más exaltados, preocupaba a otros sectores del peronismo. También, claro está, a los no peronistas, que temían una “chilenización”. Los motines de presos comunes, que querían amnistía también para sus delitos (y que empezaron en Mendoza el 26 de mayo); las ocupaciones (a partir del 29)

El 29, intervino todas las universidades del país y puso al frente de la más importante –la Universidad de Buenos Aires– a un marxista. El 1° de junio estableció relaciones diplomáticas con Corea del Norte. El 2, a través del Ministerio del Interior, ordenó la disolución del Departamento de Investigaciones Políticas Anti–Democráticas (DIPA) y la destrucción de sus archivos. El 4, su ministro del Interior leyó ante oficiales de la Policía Federal un discurso en el que afirmó: “Nuestro orden es un orden revolucionario. Se respalda en el pueblo, cuyas luchas y movilizaciones expresa, no reprime.

Forzaron a la casa grabadora a destruir casi todos los ejemplares. Quedó uno en el archivo de la empresa.] Ese testimonio grabado parecía indicar que, pese a la opinión de los jóvenes, José López Rega era un fiel intérprete de Perón. En su revista Las Bases, anunciada como “órgano oficial” del movimiento peronista, López había escrito que el socialismo nacional no era otra cosa que el nacional–socialismo. Los corresponsales extranjeros consultaron a Cámpora, pocos días antes de que éste asumiera la presidencia, sobre el sentido que debía darse a la expresión “socialismo nacional” usada por los peronistas. “Para el Frente Justicialista de Liberación”, respondió Cámpora, “la esencia de su doctrina es genuinamente nacional, popular y cristiana, y el Frente está decidido a aplicar, desde el gobierno, todas las medidas de socialización de la economía que sirvan para elevar la condición humana, en la medida en que respeten las esencias y aspiraciones del hombre argentino”. El galimatías poco aportó. La acepción peronista de “socialismo nacional” seguía siendo oscura y, por esos días, el vicepresidente de Cámpora –el “conservador popular” Vicente Solano Lima– enturbió más la cuestión al declarar a un semanario: “Socialismo nacional es lo mismo que Jacques Maritain llamaba, por ejemplo, democracia pluralista”. Sin embargo, Lima agregó inmediatamente algo revelador: “Con la expresión ‘socialismo nacional’ salimos al cruce a otra cosa: salimos al cruce al socialismo marxista.

Entre lo que el socialismo nacional es, está lo que no es: socialismo marxista”. Así se inició el gobierno de Cámpora: bajo el signo de la ambigüedad. Cada sector interpretaba el peronismo a su manera. Los jóvenes izquierdistas lo veían como un movimiento que, en las cruentas luchas libradas para recuperar el poder usurpado a Perón en 1955 (cuando fue derrocado por las Fuerzas Armadas), había pasado del populismo al marxismo. los antiguos funcionarios del movimiento, los dirigentes sindicales, la corte de Perón y –según se comprobaría más tarde– el propio Líder, tenían una idea distinta. Cámpora pareció, desde el principio, sensible a las presiones de los jóvenes izquierdistas. No sólo liberó a los guerrilleros: El 28 de mayo, reanudó las relaciones diplomáticas de la Argentina con Cuba (rotas en 1962, como consecuencia de una decisión de la Organización de Estados Americanos, O.E.A.).

El 29, intervino todas las universidades del país y puso al frente de la más importante –la Universidad de Buenos Aires– a un marxista. El 1° de junio estableció relaciones diplomáticas con Corea del Norte. El 2, a través del Ministerio del Interior, ordenó la disolución del Departamento de Investigaciones Políticas Anti–Democráticas (DIPA) y la destrucción de sus archivos. La derecha peronista presionó ante Perón para que torciera ese rumbo. Por entonces, se decía que el Líder no quería ser presidente otra vez. Según versiones, recorrería Latinoamérica y otros países del tercer mundo, representando a la Argentina y afirmando sus pretensiones de liderar el bloque de no–alineados, sobre la base de haber sido “el primero” (hacia 1946) en sustentar la tesis de la “tercera posición”.

Sin embargo, el 3 de junio López Rega anunció que Perón regresaría

“definitivamente” al país el día 20. Entretanto, se sucedían los secuestros y las ocupaciones. El 14 de junio se alcanzó un récord: 180 establecimientos tomados en ese solo día. En el flamante gobierno, lo único que daba impresión de perdurable, era la política económica. El 6 de junio el Estado, la Confederación General del Trabajo (CGT, central única de trabajadores, dominada por el peronismo) y la CGE del Ministro Gelbard, firmaron un acta de compromiso que, a partir de entonces, pasaría a denominarse, pomposamente, acuerdo social (o pacto social). Obreros y empresarios acordaron, por ese instrumento, un aumento salarial, la congelación de ciertos precios, el aumento en las tarifas de los servicios públicos, un plan de viviendas y la suspensión de las paritarias (comisiones bipartitas que, anualmente, discutían la escala de sueldos y condiciones de trabajo en cada rama de la industria y el comercio; el régimen haía sido creado por el peronismo, en su primer gobierno). Las dos centrales venían a constituir “la gran paritaria”, que tornaba “inútil” toda otra. Era el esquema que Perón venía adelantando en sus conversaciones privadas: una “concertación” entre el Estado, los obreros (representados por al CGT) y los empresarios (representados por la CGE), a los fines de asegurar cierta estabilidad económica y social.

Conocido como “El Brujo” por sus adversarios y Daniel o Lopecito por sus allegados, nació en Buenos Aires el 17/10/16 y murió en prisión el 09/06/89 mientras era procesado por la Justicia. Secretario privado de Juan Perón y de María Estela Martínez de Perón, ejerció nefasta influencia sobre ambos. Como ministro de Bienestar Social durante los gobiernos de Héctor J. Cámpora, Raúl Alberto Lastiri y del propio Perón, López Rega organizó la Alianza Anticomunista Argentina, grupo armado clandestino paraestatal que llevó a cabo innumerables amenazas y asesinatos de peronistas de izquierda, luchadores sociales, intelectuales, artistas y miembros de organizaciones de izquierda.
Obligado a renunciar a su cargo en 1975, tras las violentas reacciones hacia plan económico promovido por el ministro de economía Celestino Rodrigo, huyó a Europa y estuvo prófugo de la Justicia durante diez años. Fue detenido en Estados Unidos y trasladado a la Argentina, donde murió mientras era procesado por cargos de múltiples homicidios, asociación ilícita y secuestros.
López Rega estaba llegando al cénit. El despido de Gómez Morales –que se decidió a fines de mes–le permitió completar su equipo de adictos, colocando en el ministerio de Economía Celestino Rodrigo: un ingeniero industrial, profesor de física y dibujo de máquinas, que había trabajado en el Banco Industrial y, desde 1973, se desempeñaba en el Ministerio de Bienestar Social. Rodrigo era amigo personal de López Rega, y participaba de su vocación ocultista En un folleto que se divulgó después de su designación había descrito la crisis política y religiosa que sufría el mundo. Rodrigo proponía allí “establecer una armonía de valores humanos y divinos”, para alcanzar “una estructuración homogénea” en la “vida interior”.
La presidente, el comando general del Ejército, el ministerio de Economía y su propio Ministerio de Bienestar Social: López Rega tenía las riendas del gobierno en la mano. No le convenía que se lo siguiera viendo como el jefe de una banda asesina. El 28 de mayo, convocó a un grupo de artistas que habían recibido amenazas de la “triple A” y les dijo: “El gobierno no acepta ninguna clase de violencia, de izquierda o de derecha, y por indicación de la señora presidente está en marcha una profunda investigación para determinar los móviles de la organización denominada de ‘ las tres A’, y quiénes son sus integrantes”. Horas más tarde, la supuesta organización –que acababa de asesinar a un periodista– envió a los periódicos un comunicado en el que anunciaba una “tregua”. Aparente dueño del poder legal, López Rega no deseaba seguir asociado, en la consciencia colectiva, a la fuerza ilegítima. “La única violencia que admito es la del nacimiento”, les dijo a los artistas.

Cae López Rega

López Rega fue, de acuerdo a su biógrafo, un niño introvertido y callado, con un profundo interés en temas espirituales y religiosos. Gracias al apoyo del jefe de policía Filomeno Velazco, Rega integró la guardia que protegía la residencia presidencial. Empezó su carrera policial como cabo y, más tarde, luego de la asunción del gobierno peronista en 1973, fue ascendido, a pesar de estar retirado desde muchos años antes, directamente a comisario general (grado máximo del escalafón). Tras ganarse la confianza de Isabel Perón, López Rega se trasladó a España, donde ejerció como custodio y luego como secretario privado del matrimonio. Tras las elecciones de 1973, en las que triunfó Cámpora, Perón lo envió para ocupar la cartera de Bienestar Social. Desde allí se opuso a las medidas de los elementos más afines a la izquierda, como Esteban Righi.
En junio de este mismo año, cuando regresó Perón al país, fue López Rega el instigador del enfrentamiento entre las dos alas del peronismo que culminó en la brutal masacre de Ezeiza, en que los sectores bajo su mando fusilaron a las columnas de Montoneros que intentaban aproximarse al palco. Las reacciones no se hicieron esperar: Mario Roberto Santucho, líder del Ejército Revolucionario del Pueblo, llamó a conferencia de prensa para acusar a López Rega y al teniente coronel José Manuel Osinde de la masacre.
Las declaraciones de López Rega y de Perón, quien había apoyado epistolarmente desde el exilio a los grupos como Montoneros, fueron esta vez durísimas contra ellos, y el delicado equilibrio que había agrupado en el movimiento peronista a dos facciones muy distintas no tardó en romperse. López Rega criticó abiertamente la posición de Cámpora en reunión de gabinete; tras los hechos, y al enterarse de las reuniones de Perón con los líderes de la CGT y el ejército, tanto Cámpora como su vicepresidente renunciaron, y la presidencia quedó provisionalmente en manos del presidente de la Cámara de Diputados, su yerno Raúl Alberto Lastiri.
El 4 de julio, mientras el equipo económico era interpelado en la Cámara de Diputados, la CGT dispuso un nuevo paro general: desde la hora 0 del lunes 7, todas las actividades cesarían durante 48 horas, para reclamar la homologación de los convenios. El 10, los convenios eran homologados. Obligado por la paralización del país –que fue total– e inducido por consejo militar, el gobierno decidió rever la medida que había adoptado diez días antes. Pero, después de tanto desgaste, ya no se trataba sólo de decir “sí” a lo que antes se había dicho “no”. Había que hacer cambios en el gabinete y, sobre todo, eliminar “figuras irritativas”.
López Rega resignó sus cargos oficiales y desaparecieron Savino y Rocamora. Era un intento de atravesar la tormenta: el ex ministro de Bienestar Social seguiría moviendo los hilos, contando para ello con su intacto ascendiente sobre la señora de Perón y un hombre de su entourage, Carlos A. Villone, a quien hizo nombrar como su reemplazante. La nueva situación fue flor de un día. Apenas López Rega dio muestras de actuar como si nada hubiese pasado, las Fuerzas Armadas –que habían colocado en el gabinete a un representante oficioso: el nuevo ministro de Defensa, Jorge Garrido– se sintieron obligadas a tomar algunas iniciativas.
López Rega resignó sus cargos oficiales y desaparecieron Savino y Rocamora. Era un intento de atravesar la tormenta: el ex ministro de Bienestar Social seguiría moviendo los hilos, contando para ello con su intacto ascendiente sobre la señora de Perón y un hombre de su entourage, Carlos A. Villone, a quien hizo nombrar como su reemplazante. La nueva situación fue flor de un día. Apenas López Rega dio muestras de actuar como si nada hubiese pasado, las Fuerzas Armadas –que habían colocado en el gabinete a un representante oficioso: el nuevo ministro de Defensa, Jorge Garrido– se sintieron obligadas a tomar algunas iniciativas.
El sábado 19, los granaderos (integrantes del cuerpo que custodia a los presidentes argentinos) penetraron en la residencia presidencial de Olivos, donde Isabel estaba recluida desde el comienzo de la crisis. Desarmaron a la guardia de López Rega e intimaron al ex ministro a abandonar el país. Mientras él hacía caso del consejo – embarcándose rumbo a España el mismo sábado–, sus amigos perdían los puestos. Villone fue removido. Rodrigo renunció el mismo 19. Lastiri resistió unos días más, pero terminaría dejando la presidencia de la Cámara de Diputados el día 26.
El intento de gobernar sin apoyos, confiando en la autoridad que jurídicamente confieren los cargos y despreocupándose de los factores de poder, terminó como era previsible. Sin duda, para Isabel el proceso fue desgarrante: no confiaba en nadie como en aquel hombre, López Rega, con quien ella y su esposo habían compartido largos años de exilio. No obstante, comprendió que, en la situación fronteriza a la que se había llegado, no desprenderse de López Rega la arrastraba hacia el mismo destino de su colaborador. Optó por permanecer en el puesto. El problema era cómo recobrar autoridad. Luego haberse allanado a los reclamos de los trabajadores, que antes rechazara con tanto énfasis, y tras haber sido despojada de sus hombres de confianza, no era sencillo retomar las riendas.
De hecho, la iniciativa gubernamental pasó por breve tiempo a un “triunvirato” formado por los Ministros de Defensa (Garrido), Interior (Antonio Benítez) y Justicia (Ernesto Corvalán Nanclares). La necesidad más urgente que enfrentaron los “triunviros” fue la de elegir Ministro de Economía, lo cual suponía –más que acertar con un nombre– escoger la política a seguir. Por fín, la designación recayó en un hombre de 69 años; un peronista olvidado: Pedro J. Bonanni, quien asumió el 22. Él sería el encargado de diseñar, en colaboración con la CGT, una nueva política económica.
El “triunvirato” creyó que, entre tanto, eran aconsejables algunas medidas de descompresión, y estimuló la elección, en el Senado, de nuevo presidente del cuerpo. Ítalo Luder, un peronista moderado, bien visto por propios y ajenos, se convirtió así en el titular de la Cámara alta y eventual presidente provisional de la Nación, si Isabel se retiraba por un tiempo. Esto disgustó a la presidente, quien aspiraba a que la presidencia del Senado quedara vacante y el titular de Diputados, Lastiri, permaneciera primero en la línea sucesoria. Para el supuesto de un retiro definitivo de la presidente, además, el Congreso sancionó una nueva Ley de Acefalía, que le permitía al propio Poder Legislativo elegir, entre sus filas o entre los gobernadores de provincias, a un presidente encargado de completar el período de gobierno que quedare trunco.
Agosto fue un mes de cambios. Bonanni iba a concluir, el 12, una breve gestión al frente del Ministerio de Economía: apenas 21 días. La CGT y las 62 elaboraron, en ese lapso, un plan económico propio: congelación de precios (a los niveles del 31 de mayo de 1975), subsidios a la producción de alimentos, ajustes periódicos de salarios, nuevas líneas de crédito para las empresas, nacionalización del comercio exterior y creación de un Consejo Nacional de Emergencia Económica. Era una mezcla de aspiraciones, para satisfacer las cuales se requerían medios no bien previstos en el plan, y algunas medidas que –como las nacionalizaciones—no podía llevar adelante un gobierno tan débil.
Para lo inmediato, los sindicalistas, inquietos por la ola de despidos que empezaba a notarse, pidieron una “tregua de 180 días”, que Bonanni concedió: se envió al Congreso un proyecto de ley, que fue sancionado, y por seis meses los empresarios se vieron impedidos de despedir, con o sin causa, a cualquiera de sus dependientes.
En cuanto al plan en sí, no hubo acuerdo entre el ministro y la cúpula sindical. Esta quería el “retorno a la línea histórica del peronismo”, que juzgaba abandonada por Rodrigo (y aun por la presidente, quien en esos días, en contradicción con su discurso del año anterior ante la OIT, había elogiado a las multinacionales, y solicitado su cooperación). Al peronismo retórico de la dirigencia sindical, el ministro opuso reparos técnicos.
Hubo, además, un desacuerdo teórico cuando Bonanni propuso un “seguro de desempleo” y los sindicalistas respondieron que ésa era una “solución liberal” [En la Argentina, la palabra “liberal” se utiliza como sinónimo de “conservador”]. Por fin, el fugaz ministro renunció el 11. No fue el único: ese día hubo una renovación parcial de gabinete: salieron Benítez (reemplazado por el coronel Vicente Damasco), Vignes (sustituido por el ex ministro de interior, Robledo) y el discutido Ivanisevich, cuyo cargo fue ocupado por Pedro Arrighi, quien se definió a sí mismo .


Se define tajantemente la “subversión” (figura no definida en el código penal) como el enemigo principal. Desde los inicios como Nación, pero especialmente en los gobiernos militares -acrecentándose durante la revolución fusiladora y Onganía- el término era sacado convenientemente de la galera discursiva militar, encuadrándolo en difusos señalamientos de “comunismo internacional”, “comunismo apátrida”, “marxismo foráneo”, enemigo interno (Plan Conintes), etc. Ya la dictadura de Uriburu en 1930 lo había usado en la persecución e los anarquistas. Pero en su acepción cruda y orientada a la demonización específica de los actores armados (sobre todo ERP y Montoneros) el término paradigmático se consolida en el imaginario social en este período. La sociedad civil aceptó y acató este discurso hasta bien entrada la democracia (1983); por otro lado los grandes medios de comunicación prohijaron y/o colaboraron al asentamiento de la teoría de los dos demonios, aludiendo a una “subversión de izquierda” y otra “de derecha”.
Aunque su liderazgo era encubierto en ese momento, hoy se sabe que estuvo bajo la dirección de José López Rega, secretario personal y ministro de Juan Domingo Perón, quien la empleó para combatir los sectores de izquierda del propio movimiento peronista.
López Rega y el entonces comisario general de la Policía Federal Argentina, Alberto Villar, organizaron la Triple A durante el gobierno interino de Raúl Lastiri, en 1973. López Rega estaba al frente del Ministerio de Bienestar Social. Seguiría en ese cargo durante el gobierno de Perón y, a su muerte (1 de julio de 1974), en el de su mujer, Isabel Martínez.
Durante la década de 1970, en Argentina funcionó un escuadrón paramilitar destinado a combatir el avance y la proliferación de la ideología comunista en el país denominado Alianza Anticomunista Argentina, la Triple A. Este organismo, funcionaba de manera clandestina cometiendo asesinatos, secuestros y torturas contra cientos de guerrilleros y políticos pertenecientes a partidos de izquierda. Su creación, organización y aplicación fueron comandadas por el Secretario Personal y Ministro de Bienestar Social de Juan Domingo Perón: José López Rega. En el año 1973, la Triple A fue conformada utilizando recursos del Ministerio que presidía López Rega, con la colaboración del el Comisario General de la Policía Federal Argentina, Alberto Villar.
El movimiento peronista se encontraba dividido entre los más acérrimos seguidores de la escuela de Perón que se mantenían en una posición ortodoxa y los que se los consideraba como la izquierda peronista. Uno de los referentes más importantes de la derecha peronista fue el Secretario General de la Confederación General del Trabajo, José Ignacio Rucci, a quien el General Perón le tenía un particular aprecio. En 1973, Rucci fue asesinado por integrantes de Montoneros, aunque la dirigencia del partido guerrillero nunca se vinculó con el homicidio. A partir de ese momento, la persecución a los hombres relacionados con la ideología marxista comenzó a ser una realidad: en 1974 el grupo paramilitar instó a diputados pertenecientes a la izquierda a que renunciaran amenazándolos de muerte. Tanto fue así que el 31 de julio de 1974 fue asesinado el diputado Rodolfo Ortega Peña tras negar su desvinculación del Congreso.
La cantidad de crímenes cometidos por la Triple A se aproxima a los 1500, entre ellos se encuentran 428 asesinatos. Asimismo provocaron el exilio masivo de artistas, periodistas y pensadores argentinos tras una constante amenaza de muerte. En el año 2006, el Juez Federal Norberto Oyarbide catalogó estas acciones como delitos de lesa humanidad.

La Justicia y la causa Triple A hoy en día

Las investigaciones judiciales en Argentina ponen al descubierto a la macabra red que actuó en este país y en América Latina, bajo el manto de la Doctrina de Seguridad Nacional
La resolución del juez federal Norberto Oyarbide que ordenó el pasado 26 de enero la prisión preventiva de la ex presidenta María Estela Martínez de Perón (“Isabelita”) y su extradición desde España, en la causa que investiga los crímenes de la parapolicial Alianza Anticomunista Argentina (Triple A) entre los años 1973-1976, creó en Buenos Aires una polémica política a todas luces falsa.
Esta causa está basada en “50 cuerpos de actuación y muchísimos legajos”, según el magistrado y es una de las más importantes en la historia de la justicia argentina, después del juicio a las Juntas Militares de la pasada dictadura (1976-1983).
El juez rechazó que exista algún elemento que responsabilice al ex presidente Juan Domingo Perón, quien falleció cuando gobernaba por tercera vez el país en julio de 1974, pero en cambio considera que la ex mandataria prestó una colaboración “esencial” en los crímenes que cometió la Triple A entre los años 74 y 76, aunque el accionar de este grupo había comenzado en 1973, cuando el ex cabo de policía José López Rega, devenido en Ministro de Bienestar Social en el gobierno peronista, llegó al país.
La especulación política de diversos sectores parece destinada a detener este intento de hacer justicia sobre hechos y crímenes de lesa humanidad cometidos por la organización parapolicial, que como otros no pueden prescribir.
El juez Oyarbide sostuvo que existe “prueba muy puntual que habla de que los ex policías Juan Ramón Morales, Rodolfo Almirón y Miguel Angel Rovira, formaban parte de los grupos operativos” de la Triple A. En este caso tiene responsabilidad la ex presidenta Perón, por el cargo que ocupaba, su relación directa con los implicados -que eran su propia custodia- y el hombre clave de su gobierno nada menos que López Rega el fundador de la Triple A. Y si no la tiene ella es quien mejor puede explicarlo.
A partir de su llegada al país en 1973 López Rega contó con el apoyo de sectores de inteligencia y hombres de las dictaduras anteriores, grupos de choque de la derecha peronista, entre otras organizaciones como las Milicias Nacionalistas, los grupos nazis, el Comando Nacional Universitario (CNU) que conformaron los equipos de inteligencia para ubicar a las víctimas, dar organicidad e impunidad a los secuestros, torturas y asesinatos.
Más allá de que Oyarbide hubiera actuado o no, la investigación de los hechos de la pasada dictadura llevaba inevitablemente a su más directo antecedente que es la Triple A, como se puede ver en el accionar del grupo. De hecho en todas las investigaciones sobre la Operación Cóndor -coordinadora criminal de las dictaduras del Cono Sur- surge la presencia de los hombres de la Triple A, ex policías, integrantes de cuerpos de seguridad y delincuentes, en la mayoría de los casos, como su actuación en el Centro Clandestino de detención Automotores Orletti, clave en la historia del terror.
Así, el juez decidió la prisión preventiva contra Isabel y los ex policías federales acusados por los homicidios de la Triple A y estableció que si España no extradita a la ex presidenta, podrá ser juzgada en ese país, al que se remitirán los expedientes necesarios.
Sería imposible entonces esconder bajo la alfombra el antecedente básico de lo que sería Cóndor, cuando la llegada de la dictadura argentina el 24 de marzo de 1976 institucionalizó a esta operación contrainsurgente que ya estaba en marcha.
La actuación de la Triple A está encuadrada en acciones de terrorismo de Estado, porque en la ola de crímenes de lesa humanidad, secuestros, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, torturas, amenazas, persecuciones, participaban funcionarios gubernamentales, jefes policiales, sectores militares y de seguridad, lo que garantizaba la impunidad.
El decreto firmado en los últimos días por el presidente Néstor Kirchner alcanza “a los hechos que de cualquier manera se vincularen con el terrorismo de Estado” y en esto queda encuadrada la Triple A, con causas dormidas en la justicia.
Por estos días, el Consejo de Ministros de España resolvió extraditar al ex sargento de la Policía Federal argentina, Juan Carlos Fotea Daneri, (”Lobo”) acusado por el asesinato y desaparición del periodista y escritor Rodolfo Walsh en marzo de 1977, entre otras causas.
La extradición de Fotea fue solicitada por el juez federal Sergio Torres, que lleva adelante los juicios sobre la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), donde está acusado de integrar el grupo que secuestró y trasladó a ese lugar -además de Walsh – a tres madres fundadoras de Plaza de Mayo, dos monjas francesas y otras personas a fines de 1977.
El juez español Baltasar Garzón ya lo había imputado en Madrid en el marco de la investigación sobre los crímenes de las dictaduras de Argentina y Chile y estaba detenido desde el 23 de noviembre pasado.
Además el acusado está señalado como “oficial del sector Operaciones” en el grupo que encabezó Raúl Guglielminetti (alias Mayor Guastavino) quien en 1996 también fue imputado en España, y ahora detenido aquí por los crímenes cometidos en Automotores Orletti, una de las sedes de la Operación Cóndor durante la dictadura. Pero tanto Guglielminetti como Fotea habían actuado con la Triple A.
La estrategia de los responsables de los asesinatos, secuestros, torturas, que era la forma de actuación de la Triple A, es tratar de imponer mediáticamente que se trata de una “venganza” de la izquierda peronista en el gobierno actual, perseguida en el pasado por estos grupos paramilitares.
Estas argucias de la ultraderecha peronista y de otros sectores encuentran eco en algunas figuras políticas de la oposición en el marco de la carrera electoral.
Sin embargo la causa de la Triple A se iba a investigar más temprano que tarde por las consecuencias de su accionar y su involucramiento en los crímenes de la dictadura militar.
En Argentina hubo ya algunas desapariciones en los años 70, 71 y en 1972-entre otros hechos graves- se produjo la matanza de detenidos políticos en la base naval de Trelew al sur del país. El aparato represivo ilegal “comenzó a estructurarse a partir de 1971 en torno a la figura del comisario general (de la Policía Federal) Alberto Villar” quien era entonces Director General de Orden Urbano, como declaró en 1983 en Holanda ante una Comisión de Derechos Humanos el ex policia Rodolfo Peregrino Fernández en 1983.
Señaló el mismo testigo, “desde sus funciones oficiales (Villar) comenzó a desarrollar en torno suyo una estructura paralela para la realización de acciones violentas ilegales” y por eso “fue después un de las principales vertientes de la Triple A”.
Estos hechos indican que cuando subió al gobierno Héctor Cámpora en mayo de 1973, terminando con un largo período de proscripción del Partido Peronista, estaban armadas las estructuras de represión, control y contrainsurgencia de las dictaduras anteriores y la organización de Villar, ligada a grupos nazi, fue clave para los proyectos que trajo el ex cabo policial José López Rega.
Introducido en el entorno de Perón en el exilio, López Rega manejaba a su antojo a Isabelita y armó un cerco alrededor del ex presidente que perduró hasta la muerte de este en julio de 1974.
Gracias al renunciamiento de Cámpora, Perón fue electo el 22 de septiembre de 1973 por tercera vez en la historia nacional. En el lapso entre la renuncia de Cámpora y la llegada de Perón estuvo como presidente interino nada menos que Raúl Lastiri, yerno de López Rega.
Todas las investigaciones sobre la Triple A ubican que López Rega había tenido “contactos de trabajo” con la embajada de Estados Unidos en España, y especialmente con el embajador Robert Hill, quien había participado en forma activa en la invasión estadounidense a Guatemala en 1954.
Así además de los lazos que ya tenía López Rega con la Internacional Fascista con base en España, la Organización del Ejército Secreto (OAS) de Francia, Hill posibilitó su encuentro con los jefes de los escuadrones de la muerte que actuaban en Guatemala y otros lugares de América Latina.
Con todos esos antecedentes en sus manos y lo que ya estaba andando en Argentina López Rega, que acudió además a sectores marginales, pudo construir un reino de terror solventado en la corrupción, la mafia y el crimen. La banda parapolicial que formó tenía como objetivo acabar con los dirigentes más activos de la izquierda peronista y figuras izquierdistas en general.
Fue López Rega quien volvió a llamar a las filas policiales a dos oficiales que estaban castigados por delitos, como Morales y Almirón, cuya extradición desde España está en marcha ahora y convirtió al Ministerio de Bienestar Social en una virtual sede de la Triple A. También nombró jefe de la policía federal al comisario Villar e introdujo al ex comisario Héctor García Rey, denunciado por represión feroz en Tucumán, en su momento y figura importante luego en la Operación Cóndor.
Asimismo ya había conexiones de la Triple A con organismos de represión especial de otras dictaduras. Villar era viejo amigo del ya fallecido dictador de Bolivia Hugo Bánzer Suárez.
De modo que el tema de la triple A quedó ligado al esquema de contrainsurgencia que la CIA estadounidense trabajó con varias de estas figuras en la región como antesala de las dictaduras y entre 1973 y 1976 también extranjeros desaparecieron aquí o fueron devueltos sus países de origen que era como entregarlos a la muerte.
Durante el tiempo en que actuó la parapolicial Alianza Anticomunista Argentina (Triple A) y otras organizaciones complementarias (1973-1976), varios extranjeros perseguidos políticos que buscaron asilo en el país después del golpe de Estado del dictador Augusto Pinochet, fueron desaparecidos aquí o en sus países de origen, a los que fueron entregados.
Dos equipos de investigación del Comité de Defensa de los derechos de los Pueblos de Chile (Codepu) lograron reconstruir el destino de varios asesinados y desaparecidos chilenos aquí o entregados a la dictadura de Pinochet.
Así da cuenta de que el 27 de octubre de 1973 tres ciudadanos chilenos que habían llegado huyendo desde Coyhaique a la localidad de Río de Mayo en la provincia argentina sureña de Chubut, fueron entregados a militares de su país.
Ellos eran Juan Vera Oyarzún, Néstor Hernán Castillo Sepúlveda y José Rosendo Pérez Ríos detenidos en un escuadrón de gendarmería argentina, después de ser entregados por el dueño de una finca en la que pidieron ayuda.
Los militares chilenos los asesinaron en el camino de regreso y nunca se encontraron sus cadáveres.
El 30 de septiembre de 1974 se produce uno de los casos más impactantes como es el atentado en esta capital que costó la vida al general chileno Carlos Prats y su esposa Sofía, marcado por la complicidad de la DINA, la CIA estadounidense, la Triple A, otras organizaciones afines y sectores policiales y de inteligencia en el poder local. Precisamente el espía de la Dina que participó en el crimen, Enrique Lautaro Arancibia Clavel está condenado y detenido, pero nada ha sucedido con los responsables locales, a pesar de que se conocen varios nombres.
El 2 de noviembre de 1974 fue detenido en el aeropuerto de Ezeiza Guillermo Roberto Beaussire Alonso, ingeniero chileno-británico, cuya hermana estaba casada con Andrés Pascal Allende, dirigente del Movimiento de Izquierda Revolucionario chileno (MIR). Tres días después de mantenerlo encerrado allí mismo, lo entregaron a militares de la Dina que lo llevaron a centros clandestinos, en su país, donde fue desaparecido.
En ese mismo año se registra también la desaparición de Leandro José LLacaleo Calfulén, quien había llegado desde Chile en 1974 a Mendoza, provincia del noroeste.
En enero de 1975 fue asesinado en Buenos Aires Sergio Eduardo Montenegro Godoy, refugiado bajo la protección de la ONU. Sus asesinos podrían ser chilenos pero contaron con apoyo y protección local. Ya en mayo de ese año se producirá uno de los hechos más graves entre las llamadas acciones conjuntas con la Operación Colombo, antecedente de Cóndor, la coordinadora de las dictaduras del Sur.
Codepu ya había investigado y escrito sobre la Operación Colombo, armada para que Pinochet justificara ante Naciones Unidas la desaparición de 119 personas. Fue una acción criminal coordinada de DINA, Triple A, sectores de seguridad y policiales de Argentina, que involucró también a cierta prensa y consistió en hacer aparecer cadáveres quemados y decapitados a los que colocaron documentos falsos de algunos de los chilenos que figuraban en la lista de la ONU para fundamentar que los desaparecidos en realidad “se estaban matando entre ellos fuera del país por diferencias políticas”.
El caso fue documentado por los informes- recuperados- que enviaba el espía Arancibia Clavel desde Buenos Aires a sus jefes, donde figuran los nombres de los apoyos locales.
Pero el escándalo no detuvo la ofensiva. El 2 de junio de ese mismo año en Buenos Aires fue detenido y desaparecido Juan Carlos Martín Zuñiga y sólo un mes más tarde secuestrado en Bahía Blanca , al sur del país, otro chileno, Víctor Eduardo Oliva Troncoso, quien estaba refugiado bajo amparo de la ONU. Su cuerpo fue encontrado con 35 impactos de bala como era la marca de la Triple A entonces.
La saga de la muerte se cobraría otras víctimas con la desaparición el 5 de julio de Francisco Eduardo Gotschlils Cordero y de Jaime Manuel Gomez Roger el 19 de septiembre.
El primer día de noviembre de 1975 en el hotel Liberty, en esta capital, fue secuestrado Jean Ivet Claudel, químico franco-chileno, militante del MIR, y asesinado a fines de ese mes, según consta en las informaciones que envió a sus jefes Arancibia Clavel desde Buenos Aires el 8 de enero de 1976 donde aclaraba que el detenido ya estaba “rip” (muerto) desde 40 días antes.
Otro caso que cita Codepu es el de Ismenia del Rosario Hinostrosa Arroyo, detenida y desaparecida entre el 10 y el 15 de diciembre de 1975, en Hurlingham, provincia de Buenos Aires, constatando “que es la primera mujer chilena desaparecida en Argentina”.
Las investigaciones sobre lo sucedido con extranjeros refugiados en Argentina, muchos de ellos procedentes de Chile entre 1793 y 1976, indican que también ciudadanos brasileños, uruguayos y de otros países desaparecieron aquí, antes de la Operación Cóndor.
Después del golpe militar de Augusto Pinochet el 11 de septiembre de 1973, una cantidad de brasileños refugiados en Chile llegaron a la Argentina con la esperanza de una segunda salvación.
Pero poco tiempo después fueron víctimas de persecuciones y también de desapariciones forzadas.
Entre los casos más importantes en 1973-74 figura el secuestro y desaparición del mayor Joaquín Cerveira. Gracias a una fuerte presión internacional fue ubicado tiempo después con vida en una prisión de Río de Janeiro, después de haber sido entregado a los militares de su país.
En tanto Edmur Pericles y Joao Batista continúan desaparecidos. En 1974 mediante un anónimo la esposa de Batista se enteró en Brasil de su muerte, pero no supo nada más.
También en 1974 figuran como desaparecidos Sidney Fix Márquez dos Santos, Luis Do Logos Farfa y Jorge Alberto Basso.
El 18 de marzo de 1976, a sólo seis días del golpe militar en Argentina, el músico Francisco Tenorio Juniors que acompañaba a Vinicius de Moráes y Toquinho en gira por Buenos Aires, fue secuestrado al salir de un hotel.
Sus compañeros nunca lograron respuestas de las autoridades argentinas. El 20 de mayo de 1986 la revista brasileña Senior relató que Tenorio fue visto por Marcos Cortés de la embajada de Brasil en Buenos Aires cuando estaba en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) ya en plena dictadura.
Al parecer lo confundieron y después de duras sesiones de torturas lo ejecutaron y algunos testimonios señalan al ex capitán Alfredo Astiz como uno de sus asesinos.
Esto indica que antes de Cóndor había una cooperación de la inteligencia de ambos países y también con la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A) que participó en esos operativos.
Por su parte en el informe cronológico de Madres y Familiares de Uruguayos detenidos desaparecidos, en el período 1973-1976 antes del golpe militar en Argentina, se citan varios casos similares.
Entre estos, Darío Gilberto Goñi Martínez que se había radicado en Paraguay fue detenido en ese país en agosto de 1970, junto a tres argentinos por la dictadura de Alfredo Stroessner y entregado a autoridades argentinas.
En los años 1973-74 fue visto en el penal de Villa Devoto aquí por otro detenido y hasta hoy permanece desaparecido.
Washington Javier Barrios Fernández llegó a refugiarse en Argentina, después que su esposa Silvia Reyes junto a Laura Raggio y Diana Maidanick fuerron asesinadas en Montevideo en un operativo militar.
El 17 de septiembre de 1974 fue detenido en un barrio de Córdoba con cinco argentinos vinculados al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que luego serían liberados.
Pero Barrios Fernández fue trasladado el 11 de octubre de ese año a La Plata. De allí debía ser llevado el 20 de febrero de 1975 de regreso a Córdoba adonde nunca llegó.
En tanto, Natalio Abdala Dergan Jorge que había estado detenido en su país y estaba viviendo en Chile cuando el golpe militar de Augusto Pinochet, se refugió en la embajada argentina en Santiago y obtuvo asilo político el 18 de enero 1974. Pero la muerte lo esperaba en Argentina. El 28 de noviembre 1974 fue secuestrado en la calle por un grupo de civiles armados que a la medianoche lo llevaron a su casa con evidentes signos de torturas y allí destruyeron todo, detuvieron a su esposa Ana María Barbozza, chilena y a otra ciudadana uruguaya con niñas pequeñas. Ambas mujeres fueron terriblemente torturadas, pero sobrevivieron e identificaron a uruguayos y chilenos junto al grupo de argentinos que las secuestró y torturó. Abdala Dergan nunca apareció.
El 17 de marzo de 1975, José Luis Barboza Irrazábal fue secuestrado en Buenos Aires también por civiles y desde entonces está desaparecido. Lo mismo sucedió con Eduardo del Fabro De Bernardis detenido el 27 de agosto de 1975 en Guernica, provincia de Buenos Aires. Años después se confirmó que un cadáver NN encontrado el 10 de septiembre de ese año, envuelto en una manta con los ojos vendados y signos de torturas era de Fabro.
En diciembre de 1975 se registran las desapariciones de Roberto Waldemar Castro Pintos y Juan Micho Michef Jara, en distintos operativos.
El 8 de febrero de 1976 Nebio Ariel Melo Cuestas y Wisnton Mazzuchi Frantchez, quienes escribían un periódico que enviaban clandestinamente a Uruguay, fueron detenidos por una comisión policial que allanó un bar en Buenos Aires y nunca más aparecieron.
Por entonces los sobrevivientes de muchos de estos hechos hablaban de la presencia de los militares uruguayos como José Nino Gavazzo, y otros miembros del Organismo Coordinador de Actividades Antisubversivas (OCOA) de ese país que tanto protagonismo tuvieron luego en la Operación Cóndor. También se mencionó a interrogadores de Brasil.
En esa ronda del crimen aún se investigan casos denunciados de ciudadanos de otros países desaparecidos en los tiempos de la Triple A y durante el desarrollo del Operativo Independencia del ejército argentino en Tucumán en 1975, todo lo cual constituyen acciones de terrorismo de Estado.

Los cambios que se produjeron en la sociedad argentina durante el gobierno de Isabel Perón fueron determinantes en el agotamiento del régimen democrático inaugurado en 1973, y su derrota por el golpe militar. A comienzos de 1975 se produjo un agravamiento de la situación económica, causada por la suspensión en el Mercado Común Europeo de las compras de carnes argentinas, que llevó a la devaluación del peso, la caída de los salarios reales y el aumento de reclamos sindicales. Esto ocasionó la renuncia del ministro de economía, Alfredo Gómez Morales, y la designación en su reemplazo de Celestino Rodrigo, a quien se le encargó instrumentar un plan económico.
Las medidas, anunciadas el 4 de junio, incluyeron una devaluación superior al 100%, el aumento de los precios del combustible del 175%, de las tarifas eléctricas el 75%, y aumentos de otros servicios públicos. Entonces se volvió necesario someter a los dirigentes sindicales más contestatarios y designar una cúpula sindical dócil. Las medidas económicas impulsadas fueron un duro golpe a los salarios reales de los trabajadores e hizo caer en el desprestigio a sindicalistas, otrora combativos, que tuvieron una actitud dubitativa. La consecuencia de esto fue el nombramiento de hombres afines del gobierno. Fueron desplazados dirigentes como Agustín Tosco, del gremio metalúrgico, René Salamanca, de los mecánicos y Raimundo Ongaro, líder del gremio gráfico.
Las medidas tomadas por el nuevo ministro, conocidas como ‘el rodrigazo’, generaron muchas protestas obreras ya que el ministro se negaba a dar aumentos salariales superiores al 38%. Para imponer las medidas y frenar las protestas, un sector del gobierno se dedicó a perseguir a intelectuales, artistas y activistas sindicales considerados de izquierda.
Esta persecución ilegal fue llevada a cabo por elementos clandestinos organizados en la Alianza Anticomunista Argentina (AAA) dirigidos desde el Ministerio de Bienestar Social a cargo de la principal figura del peronismo, el “brujo” José López Rega. La CGT suspendió las negociaciones paritarias el 5 de junio. Mientras su colaboración con el gobierno la desprestigiaba vio desplazar a sus hombres del poder, alejados de puestos en el gobierno. Por ello, la CGT se vio obligada a llevar adelante un plan de lucha con huelgas generales, movilizaciones y apoyo a reclamos salariales que desestabilizó al gobierno y precipitó la caída del ministro
López Rega, quien fue destituido el 11 de julio para luego abandonar precipitadamente el país. Rodrigo fue reemplazado en economía por Antonio Cafiero, el 14 de agosto de 1975, quien tampoco consiguió un plan económico que permitiera mejorar la situación de las empresas del país, ya que los trabajadores no estaban dispuestos a hacer un sacrifico. En 1975, el costo de vida aumentó 334,8 %, anunciado el 5 de enero del siguiente año. Las cúpulas empresariales presionaron y exigieron cambios al gobierno.
Los grupos de ultraizquierda profundizaron sus acciones armadas, que aumentaron la confusión política dando al gobierno la posibilidad de intensificar la represión indiscriminada. María Estela Martínez de Perón pidió licencia por razones de salud desde el 13 de septiembre de 1975 hasta el 6 de noviembre de 1975. Durante el período, Ítalo A. Luder asumió el cargo de presidente provisional del Senado. El nuevo mandatario reemplazó al ministro del Interior, Vicente Damasco por Ángel F. Robledo, y procuró ganar el apoyo de las Fuerzas Armadas. Para ello envió al Congreso el proyecto de creación del Consejo de Defensa Nacional y de Seguridad Interior que entregaba a los militares la responsabilidad total de la lucha contra la subversión armada.
Durante los meses siguientes se incrementaron la inflación, el desempleo y las huelgas. Entre los trabajadores se intensificaba la organización de sus luchas y algunas comisiones internas comenzaron a proponer la toma u ocupación de los lugares de trabajo. La represión ilegal, que se había ensañado contra los dirigentes sindicales, se tornó ineficaz. Este curso de los acontecimientos asustó a muchos empresarios que, viendo al gobierno debilitado, atado por los mecanismos parlamentarios y las necesidades electorales, se inclinaron a favor de un golpe militar. Los hombres con más sensibilidad política, también percibieron que los acontecimientos empezaban a favorecer el crecimiento de organizaciones políticas izquierdistas, con estrategias de poder sustentadas en esas luchas y en la aparición de coordinadoras de las comisiones internas más activas, mientras se debilitaba la influencia de los partidos tradicionales.
El 7 de febrero, la UCR advirtió sobre la inminencia de un golpe de Estado ante “la falencia del PE”. Los más amplios sectores populares pasaron de una actitud de oposición a los militares, que caracterizó la mentalidad de los años sesenta, a un desprecio al gobierno constitucional y a una disminución de su participación política, asustados y confundidos por el accionar de la guerrilla. La política vacilante de la CGT, entre el gobierno peronista y el apoyo a las luchas de los trabajadores, había ido debilitando la idea, en la clase media, de que esas luchas pudieran dar solución y traer orden. Los cambios de rumbo del gobierno de Isabel, las acusaciones de corrupción que se le hicieron, las devaluaciones de la moneda y el crecimiento de los precios, fueron ganando entre las clases medias la necesidad de que hubiera un gobierno fuerte que pusiera las cosas en orden.
El golpe se empezó a preparar el 12 de diciembre de 1975, cuando el brigadier Orlando Capellini hizo el primer pronunciamiento fallido. El intento fracasó porque todavía no se habían terminado de consolidar las jefaturas de las Fuerzas Armadas detrás del mismo objetivo. Pero su acción mostró que, entre los altos oficiales, las condiciones estaban maduras. Las incógnitas que despertaba entre las cúpulas militares acerca de cuál sería la reacción social fueron despejadas cuando los estratos medios de la sociedad reflejaron que no se opondrían a un golpe. Así fue interpretada, al menos, la indiferencia o simpatía que despertó el alzamiento de Capellini.
Mientras tanto, el periodismo siguió insistiendo en que era necesario poner orden, fin a la corrupción y facilitar el advenimiento de un gobierno menos incapaz que el de “Isabelita”. El radicalismo, que por boca de su principal dirigente expresó que, si existía un golpe era por culpa del gobierno, no estuvo dispuesto a preparar a la población para que se defendiera. Al contrario, fortaleció el objetivo de los militares. El jefe del partido radical, Ricardo Balbín, fue claro cuando respondió “no tengo soluciones” al reclamársele una alternativa frente al golpe. Durante los primeros dos meses de 1976, estas características se acentuaron y prepararon el escenario del golpe militar. En el Congreso se multiplicaron los pedidos de renuncia de la Presidenta como forma de solución de la crisis, durante el 9 de febrero. El 18 de febrero María Estela Martínez de Perón informó que no renunciaría y el 20 de febrero se convocó a elecciones presidenciales para el 12 de diciembre. Alea jacta esta. El golpe fue preparado con anticipación por las fuerzas armadas. Dos días antes del 24 de marzo, por ejemplo, ya se realizaban movimientos militares con la excusa de combatir la subversión.

Celestino Rodrigo asumió el 2 de junio. Cuarenta y ocho horas después, anunció su plan: el “rodrigazo”, según se lo conocería. Para paliar el déficit y detener el éxodo de divisas, Rodrigo recurrió a remedios drásticos: devaluó el peso, asignándole un valor en dólares 100 por ciento inferior; subió, entre 40 y 80 por ciento, las tarifas de todos los servicios públicos; y casi triplicó el precio de la nafta (que en la Argentina incluye un impuesto directo). Terragno.
Era un tratamiento de shock para una crisis coyuntural. Rodrigo confesó que, más allá de estas medidas, aún no tenía un plan. No llegaría a elaborarlo: ningún gobierno débil puede imponer sacrificios como los que se derivaban de aquellas medidas. Y faltaba, aún, algo que Rodrigo pelearía en la trastienda: un tope a los aumentos de salarios. En junio, los montoneros liberaron a los empresarios Jorge y Juan Born, secuestrados por ellos el 19 de septiembre de 1974. La organización Bunge y Born –una multinacional de origen argentino– debió pagar un rescate de 50 millones de dólares y publicar, el 20, en Le Monde de París y otros periódicos de prestigio internacional, un comunicado de los guerrilleros. En la Argentina, estaba prohibida la difusión de noticias relativas al país que tuvieran su origen en el extranjero; las críticas montoneras al gobierno no hallaron, así, repercusión interna. El país, además, centraba sus preocupaciones en los problemas económicos inmediatos. Las paritarias, que ya debían haber finalizado, seguían discutiendo salarios. En mayo los gremios habían demorado los acuerdos, a la espera de las medidas económicas que se presentían. Todos esperaban, además, que firmaran los sindicatos con mayor poder de negociación, ya que los convenios suscritos por esos sindicatos –como el metalúrgico, por ejemplo– iban a fortalecer la posición de los sindicatos más débiles en sus respectivas paritarias.
Rodrigo sostuvo que los convenios no debían establecer aumentos superiores a 38 por ciento; “superar ese límite significaría decretar, lisa y llanamente, el fracaso del programa económico”. La CGT replicó que ese tope era inaceptable y el ministro se estiró para admitir aumentos de hasta 45 por ciento. El convenio de los metalúrgicos iba incluir aumentos de 143 por ciento: los sindicalistas querían asegurar, mediante esas conquistas, el control de sus gremios; y sabotear el plan del ministro puesto por López Rega. Sin embargo, los acuerdos obrero–patronales necesitaban, según la ley, la homologación del Estado. Rodrigo presionaba a Isabel para que no aprobara la homologación. Herrera y Lorenzo Miguel, que asistían en Ginebra a la asamblea anual de la OIT, volvieron a Buenos Aires para presionar en el sentido contrario. Los gremialistas tuvieron, en principio, éxito.
El 24 de junio, después de anunciarse que el gobierno homologaría el convenio de los metalúrgicos, la UOM organizó una concentración en Plaza de Mayo, para “agradecer” a la presidente. Acompañada por Lorenzo Miguel, ella salió al balcón y confesó a quienes la aclamaban que ése era un momento de alegría, después de muchas tristezas. Al día siguiente, Herrera y Lorenzo Miguel volvieron a Ginebra. Herrera se había ufanado en en la OIT del régimen de convenciones colectivas que regía en su país, donde obreros y empresarios pactaban los salarios en negociaciones paritarias. Mientras tanto, en Buenos Aires –donde López Rega estaba de regreso, trás uno de sus frecuentes viajes a Brasil– Isabel resolvió dar marcha atrás: a cuarenta y ocho horas de haber presidido aquel acto en Plaza de Mayo, anuló todos los convenios colectivos.
En lugar de los aumentos pactados por obreros y empresarios, habría un aumento general de 50 por ciento, que se completaría con nuevos reajustes de 15 por ciento, en octubre y enero. El ministro de Trabajo presentó su renuncia. La CGT decretó, para el 27, una huelga general. Convocó, además, a una concentración en la Plaza de Mayo, el mismo día. Las radios y televisoras, controladas por el gobierno, ignoraron las resoluciones de la central obrera. Una emisora del Uruguay que se escucha en Buenos Aire y tradicionalmente ha servido a los porteños para burlar cualquier censura informativa, fue interferida mediante una onda portadora , que la tornó inaudible en la capital argentina. in mencionar el paro decretado por la CGT, para no hacer propaganda involuntaria a esa medida de fuerza, la señora de Perón agradecía –según un comunicado que con insistencia repetían los medios de difusión– toda manifestación de apoyo, pero pedía a los trabajadores que no concurrieran al día siguiente a la Plaza de Mayo y, en cambio, permanecieran en sus puestos para beneficio de la mayor productividad que el país reclamaba. Con todo, el paro del 27 fue total y la concurrencia a la Plaza de Mayo superó a la de cualquiera de los actos que Isabel había presidido. Las consignas que se entonaron evidenciaban una férrea disciplina: ratificaban el apoyo a la presidente (“Isabel, Isabel”), reclamaban la homologación de los convenios, y atacaban tanto al ministro de Economía como a López Rega, sospechado de apadrinarlo. Los ataques al
“brujo” fueron de tono subido y, como ése era un ejercicio que no requería mayores coincidencias ideológicas, los insultos fueron coreados por un público tan numeroso como heterogéneo. La presidente, no salió a los balcones. Ni siquiera había ido a la casa de gobierno ese día. La indignaba la “extorsión” a la que, según creía, pretendían someterla los sindicalistas, a quienes acusaba de haber adoptado, en las paritarias, una conducta demagógica e irresponsable. El mismo 27 “ordenó” al renunciante ministro de Trabajo que convocara a los dirigentes de la CGT y las “62 Organizaciones” a una audiencia en la residencia presidencial de Olivos, en las afueras de Buenos Aires. Cuando los sindicalistas llegaron, ya las cámaras de televisión estaban allí: reeditando la técnica que Perón había usado el 22 de enero de 1974 (para apabullar a los diputados de la izquierda peronista opuestos a la reforma penal), la audiencia de los caudillos sindicales con Isabel sería difundida en vivo.
La presidente –flanqueada por Lastiri y López Rega– leyó una breve introducción, obligó a que hablase un solo dirigente, lo escuchó y luego los despidió a todos, diciendo que al día siguiente anunciaría su decisión “al país”.
El 28, inició su alocución invocando sus facultades de jefa de Estado y su autoridad moral. Reprochó la incomprensión de dirigentes políticos y gremiales; defendió a sus colaboradores (“con los pocos amigos dispuestos al sacrificio de darlo todo por la patria, me entregué de lleno a proseguir la línea trazada por Perón”) y dio a conocer, tal como lo había redactado originalmente Celestino Rodrigo, el decreto que anulaba los convenios colectivos. El 2 de julio, Isabel convocó a los legisladores peronistas a una reunión privada. “Estoy enferma de asco”, les dijo, y advirtió que–con la complicidad de algunos “traidores”– estaba en marcha un plan para derrocarla. Anunció que ella no renunciaría. “Tendrán que colgarme en la Plaza de Mayo, y sepan que entonces los van a colgar a todos ustedes sin excepción”.
Imitando a Perón, sentenció: “Roma no paga traidores”. En un duro telegrama, dirigido desde Madrid, Lorenzo Miguel y Herrera recordaron a la presidente “el compromiso contraído con el pueblo”. La litis estaba trabada. Se enfrentaban gobierno y cúpula sindical; con precisión, gobierno ydirigencia metalúrgica. Por esos días (el 30 de junio, en rigor) se cumplían seis años del asesinato de Vandor, el artífice de ese poder político que la Unión Obrera Metalúrgica había alcanzado. Isabel había hecho sus primeras armas en la política a raíz de la sublevación metalúrgica, una década antes, cuando llegó a la Argentina –enviada por su marido– para apoyar la candidatura de un peronista “ortodoxo” que, en la provincia de Mendoza, se presentaba a elecciones de gobernador al mismo tiempo que un neoperonista apoyado por la UOM.

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