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Sucesos Argentinos
1852 - 1880

Argentina - Sucesos Argentinos - 1852 - 1880 - Catamarca

Provincia de Catamarca

Nacido en Huaycama (departamento de Valle Viejo, Catamarca), fue un estanciero y militar argentino, líder del último pronunciamiento de los caudillos del interior contra la hegemonía política conquistada por la provincia de Buenos Aires en la batalla de Pavón. Apodado el Quijote de los Andes por el desafío que plantó al gobierno central con un reducido ejército de menos de 5.000 hombres, hizo frente a éste en la región andina y cuyana durante varios años. Finalmente derrotado, murió exiliado en Chile.
Durante mucho tiempo, solo ese hombre anónimo de La Rioja o Catamarca, a quien la verdad histórica le llegó de labios de su propio abuelo montonero, resguardó la memoria del caudillo. Décadas mas tarde, cuando ya fue imposible ignorar al jefe de una vasta insurrección que puso en pie de guerra a todo el noroeste argentino, la clase dominante recurrió a la descalificación, apelando al arsenal de invectivas que Mitre y sus adláteres habían dirigido contra los jefes populares. De ese modo, Varela salió del silencio para entrar en la historia como un “infáme bandolero”, “azote de los pueblos”, “Atíla insaciable”, “caudillo sanguinario”, “gaucho malo y corrompido hasta la médula de los huesos”. Y para consolidar el vituperio se recurrió al folklore oligárquico en el que aparece como culpable de “una mañana de sangre”, como un bandido que “matando viene y se va”.
El triste destino de Felipe Varela —perseguido y denigrado en vida, silenciado y difamado luego de su muerte— no mejoró después de 1930 con el auge del revisionismo rosista. Su lucha contra “el Restaurador”, su exaltación de la batalla de Caseros y de la Constitución de 1853, su condena a la política porteñista —ya fuesen sus ejecutores Rivadavia, Mitre o’Rosas— lo convirtieron en figura poco simpática para los primeros revisionistas. Solo algunos —los menos ligados a la concepción rosista— prestaron atención al jefe montonero y tiempo más tarde, otros se atrevieron a condenar al mitrismo y a la guerra de la Triple Alianza, lo que de por sí llevaba a revalorar a Varela. Pero, en general, el rosismo se atragantó con el caudillo catamarqueño, quien resultó triturado y deformado, así, por dos corrientes historiográficas que, en última instancia, brotan de la misma clase dominante.
Los historiadores libérales, después de ignorarlo, lo habían condenado tachándolo de “facineroso” y “sanguinario”. La variante pseudomarxista de la vieja izquierda lo rotuló, asimismo, como expresión del feudalismo reaccionario opuesto al progreso civilizador del mitrismo que nos incorporaba a la economía mundial. A su vez, los historiadores rosistas lo abordaron desde diversos ángulos, a cual peor. Juan Pablo Oliver, obligado a optar entre Varela y Mitre con motivo de la guerra de la Triple Alianza , prefirió a don Bartolo que era, “en definitiva, el Presidente de la República Argentina ” y estigmatizó al caudillo como traidor.
Algunos autores deicen de Felipe Varela. Vicente Sierra, por su parte, lo considero desdeñosamente “como caudillo localista de escasa significación”. Asimismo, hubo quienes le reconocieron méritos pero, enfrentados al antirrosismo del montonero, optaron por transcribir mutilada —y sin puntos suspensivos que indicaran la omisión— su proclama de 1866 para ocultar sus elogios a Urquiza, Caseros y la Constitución del ’53. Finalmente, otros prefirieron transcribir honestamente la documentación íntegra pero, recurriendo a artilugios hermenéuticos, terminaron argumentando que Varela quería —aunque el no lo supiese— cumplir el proyecto de Rosas, que el elogio a la batalla de Caseros era simplemente táctica o error y que solo la ingenuidad pudo llevarlo a confiar tantos años en Urquiza, siendo este “un simple servidor de los intereses brasileños”. Felipe Varela ya no era un bandolero, depredador de pueblos, ni tampoco un traidor a la Patria. Era políticamente algo peor: un zonzo.

El Quijote de Los Andes

Es ahora que hace su aparición en la historia Argentina el coronel Felipe Varela. Alto, enjuto, de mirada penetrante y severa prestancia, Varela conservaba el tipo del antiguo hidalgo castellano, como es común entre los estancieros del noroeste argentino. Pero este catamarqueño se parecía a Don Quijote en algo más que la apariencia física. Era capaz de dejar todo: la estancia, el ama, la sobrina, los consejos prudentes del cura y razonamientos cuerdos del barbero, para echarse al campo con el lanzón en la mano y el yelmo de Mabrino en la cabeza, por una causa que considerase justa. – Aunque fuera una locura.
Fue lo que hizo en 1866, frisando en los cincuenta años, edad de ensueños y caballerías. Pero a diferencia de su tatarabuelo manchego, el Quijote de los Andes no tendría la sola ayuda de su escudero Sancho en la empresa de abatir endriagos y redimir causas nobles. Todo un pueblo lo seguiría.
Varela era estanciero en Guandacol y coronel de la Nación con despachos firmados por Urquiza. Por quedarse con el Chacho Peñaloza (también general de la Nación) se lo había borrado del cuadro de jefes. No se le importó: siguió con la causa que entendía nacional, aunque los periódicos mitristas lo llamaran “bandolero” como a Peñaloza.
La muerte del Chacho lo arrojó al exilio, en Chile. Allí asistió dolido a la iniciación de la guerra de la Triple Alianza y palpó en las cartas recibidas de su tierra su impopularidad. Le ocurrió algo más: presenció el bombardeo de Valparaíso por el almirante español Méndez Núñez.
Enterándose con indignación que Mitre se negaba a apoyar a Chile y Perú en el ataque de la escuadra. Si no le bastara la evidencia de la guerra contra Paraguay, ahí estaba la prueba del antiamericanismo del gobierno de su país. Cuando llegó a saber en 1866 el texto del Tratado de Alianza (revelado desde Londres), no lo pensó dos veces.
Dio orden que vendieran su estancia y con el producto compró unos fusiles Enfield y dos cañoncitos (los bocones los llamará) del deshecho militar chileno. Equipó con ellos unos cuantos exiliados argentinos, federales como él, esperando el buen tiempo para atravesar la cordillera. Cuando esta se hizo practicable, al principio del verano, la noticia de Curupayty sacudía a todo el país. ¡Ah! Olvidaba: también gastó su dinero en una banda de musicantes para amenizar el cruce de la cordillera y las cargas futuras de su “ejercito”. Esa banda crearía la zamba, canción de la “Unión Americana” en sus entreveros, y la más popular de las músicas del Noroeste argentino.
A mediados, de enero está en Jáchal, provincia de San Juan, que será el centro de sus operaciones.
La noticia del arribo del coronel con dos batallones de cien plazas, sus bocones y su banda de música corrió con el rayo por los contrafuertes andinos. Cientos y cientos de gauchos de San Juan, La Rioja, Catamarca, Mendoza, San Luis y Córdoba, sacaron de su escondite la lanza de los tiempos del Chacho, custodiada como una reliquia ensillaron el mejor caballo y con otro de la brida fueron hacia Jáchal. A los quince días de llegado, el “ejército” del Coronel tenía más de 4.000 plazas.
Por las tardes, Varela les leía la Proclama que había ordenado repartir por toda la Republica:
..”¡Argentinos! El pabellón de Mayo, que radiante de gloria flameó victorioso desde los Andes hasta Ayacucho, y que en la desgraciada jornada de Pavón cayó fatalmente en las manos ineptas y febrinas de Mitre, ha sido cobardemente arrastrado por los fangales de Estero Bellaco, Tuyutí. Curuzú y Curupayty. Nuestra Nación, tan grande en poder, tan feliz en antecedentes, tan rica en porvenir, tan engalanada en gloria, ha sido humillada como una esclava quedando empeñada en más de cien millones y comprometido su alto nombre y sus grandes destinos por el bárbaro capricho de aquel mismo porteño que después de la derrota de Cepeda, lagrimeando juró respetarla.
¡Basta de victimas inmoladas al capricho de mandones sin ley, sin corazón, sin conciencia!. ¡Cincuenta mil víctimas inmoladas sin causa justificada dan testimonio flagrante de la triste situación que atravesamos!
¡Abajo los infractores de la ley! ¡Abajo los traidores de la Patria! ¡Abajo los mercaderes de las cruces de Uruguayana, al precio del oro, las lagrimas y la sangre paraguaya, argentina y oriental!.
Nuestro programa es la práctica estricta de la Constitución, la paz y la amistad con el Paraguay y la Unión con las demás repúblicas americanas.
¡Compatriotas! Al campo de la lid os invita a recoger los laureles del triunfo o de la muerte, vuestro jefe y amigo.

Revolución en Córdoba

La noticia que Varela “anda” por la cordillera, aunque pocos lo han visto, enciende una luz de esperanza en los federales. Tal vez no todo esté perdido. El ejército del Paraguay ha quedado inmóvil después de Curupayty, y nadie – fuera de los jefes brasileños y de Mitre – quiere seguir la guerra. El mismo Urquiza, a pesar de haber felicitado a Mitre por sus triunfos de San Ignacio y Pozo de Vargas, ha vuelto a sus equilibrios; es que aspira a ser presidente en 1868 y sabe que todo el país, federales o liberales, fuera del minúsculo grupo que redacta La Nación Argentina, quiere la paz con Paraguay.
Adolfo Alsina que con los jóvenes liberales acaba de ganar la gobernación de Buenos Aires inaugura las sesiones de la legislatura porteña con insólitas palabras “La guerra bárbara, carnicería funesta, la llamo así porque nos encontramos atados a ella por un tratado también funesto…, sus cláusulas parecen calculadas para que la guerra pueda prolongarse hasta que la república caiga exánime y desangrada”.Simón Luengo sigue con interés desde Córdoba las andanzas de Varela. Mientras tremole la bandera de la Unión Americana en los contrafuertes andinos, subsiste la posibilidad de acabar con el mitrisrno. …¡Si Urquiza – a quien venera como un ídolo – se decidiera!. Día que transcurre se ponen las cosas peores para Mitre. No es solamente la repercusión de Curupayty: Buenos Aires se ha llenado de carteles reclamando la paz, “Sólo Mitre ha podido hacer perecer a tanto Argentino…, no se pregunta quién murió en Paraguay, sino quién vive ” informa Martín Piñero – propietario de El Nacional – a Sarmiento, ministro en norteamérica.
Para peor, se extiende por todo el litoral la epidemia de cólera, iniciada en los campamentos brasileños en Tuyutí. Miles y miles caen – hombres, mujeres, niños – más, pero mucho más que los eliminados por las balas. La actitud de Urquiza, pese a sus felicitaciones a Mitre alienta las esperanzas a Simón Luengo. Ha dado una espléndida fiesta en su palacio San José: en la sala, bajo la bandera de Entre Ríos se entrelazan las banderas de América, inclusive la Paraguaya: falta la brasileña. Su yerno, Victorica, le ha preguntado – según narra Ignacia Gómez a Albérdi – “¿Es tiempo, Señor?”. Y el castellano de San José señalando las banderas habría respondido: ” Lo digo fuerte: me place ese acomodo”.
No espera más Simón Luengo, Tal vez su espíritu sencillo supuso que debía equilibrar en el ánimo de Urquiza las derrotas de San Ignacio y Vargas. Córdoba es una provincia federal, gobernada por un federal. Mateo Luque. Su posición es estratégica. Si la sublevara – lo que sería fácil pues Luengo es inspector de milicias – los ejércitos nacionales que persiguen a Varela abandonarían su caza. Y Urquiza “pronunciándose” con sus diez mil aguerridos entrerrianos sería el dueño de la situación. Ni siquiera los generales mitristas del Paraguay (Emilio Mitre, Rivas, Gelly y Obes) querían seguir esa guerra y menos a las órdenes de los brasileños.
El ministro de guerra nacional Julián Martínez está en Córdoba reclutando el “contingente” para llevarlo al Paraguay. Martínez se alarma porque los reclutados lanzan gritos desconcertantes: ¡Vivan los generales Sáa y Varela, ¡Mueran los porteños!, ¡Viva el Paraguay!
Luque tratará de explicárselo por el estado anímico de la masa, y le asegura que cesarán apenas tomen gusto al servicio. El Gobernador trata también de calmar a Luengo que “se sale de la vaina” diciéndole que nada debe hacerse mientras el general Urquiza no lo disponga”. Y llamado por Mitre, deja la ciudad el 15 de agosto.
Luengo no espera más. Al día siguiente – 16 – levanta al contingente a los gritos “Viva Urquiza”, apresa al ministro de guerra, y se declara en rebelión contra Mitre. Poco dura la revolución de Luengo. Nicasio Oroño, gobernador mitrista de Santa Fe, avanza contra Córdoba, el general Conesa lo hace desde Villa Nueva, Luque lo desautoriza, Urquiza calla. Luengo debe entregarse a Conesa – lo hace el 28 de agosto – sin haber podido entrar en combate. Está desengañado y receloso. Quedará preso en Córdoba, hasta que escapa de la prisión. Entonces irá a Entre Ríos donde matará a Urquiza el 11 de abril de 1870.

Varela en Salta

Cuerpeando las divisiones nacionales, Varela se desliza por los pasos misteriosos de la cordillera. Ha tenido correspondencia con Luengo en Córdoba, con Zalazar en Chileclto y con el caudillo salteño Aniceto Latorre a quién invita a plegarse; “el poder del enemigo no está fuerte”, escribirá a este último. “Con un pequeño esfuerzo de los hijos de la patria todavía salvaremos a América”.
En octubre, mientras Paunero lo supone en San Juan, y Navarro lo espera en Catamarca, Varela baja de la cordillera frente a Salta con mil guerrilleros: esquiva a Navarro que ha corrido a cerrarle el paso, y al galope va a Salta donde espera proveerse de armas y alimentos.
“Al ir a aquella ciudad (Salta) – dirá – no me llevó el ánimo apoderarme de un pueblo sin objeto alguno, Yo marchaba en busca de pertrechos bélicos, porque era todo cuanto necesitaba para triunfar”. Está frente a Salta la mañana del 10 de octubre.
Intima al gobernador Ovejero le entregue las armas que hay en la ciudad, comprometiéndose a no entrar en ella. Pero Ovejero sabe que Navarro lo persigue de cerca y supone que el caudillo no se atreverá a atacarle en esas condiciones. Además, el Ejército de la Unión Americana apenas si tiene fusiles y municiones. Por eso a la intimación de Varela de “evitar a la población la desastrosa consecuencia de la guerra” contesta con una descarga.
Ovejero había preparado la resistencia, armando la clase principal con los seis cañones y 225 fusiles que poseía, ” pues el enemigo – explica por qué armó solamente la clase principal – que halaga a las masas…. encuentra prosélitos entre quienes no abrigan un corazón honrado”. Ha conseguido 300 vecinos honrados que distribuye en las trincheras zanjadas en la plaza principal, y les encarga los cañones y los fusiles.
Salta lo espera y tiene un corazón (honrado y abrigado) y un fusil.
Sobraban, a su entender, para rechazar a los bandoleros. O por lo menos detenerlos hasta que llegase Navarro que no podía tardar.
Ovejero valoro en demasía el poder de los fusiles y despreció demasiado el coraje de los gauchos. Varela ordenó el ataque, los defensores resistieron apenas cuarenta minutos. Previsoramente el gobernador consiguió recoger algunos fusiles llevándolos en “asilo” al templo de San Francisco donde también estará él con su gente.
Una hora estuvo Salta en poder de las montoneras. El parte del jefe de la plaza – Leguizamón – habla de tremendos desmanes. Nada respetó el enemigo, templos, oficinas públicas, casas de comercio y de particulares fueron saqueados y hollados bárbararnente del modo más espantoso y feroz….
“Una hora escasa han ocupado (los federales) la ciudad – informa Ovejero y los estragos y saqueos rayan en los límites de lo imposible”.
Exageraciones interesadas (porque el gobierno nacional pagaría los perjuicios). En una hora no pueden cometerse muchos desmanes.
En el sumario que se levantará, los testigos declaran “de oídas”, uno solo atestigua el saqueo de su tienda donde le han llevado ” un caballo”. Miguel Tedin contando muchos años después sus recuerdos infantiles, dice que estaba en casa de la señora Güemes de Astrada el 10 de octubre “cuando se presentó un soldado feroz armado de una carabina. ¡No me mate, soy hija del general Güemes!, dijo la dueña de casa.
Este nombre pareció impresionarle y bajando el arma solicitó un par de botas, lo que realizó la señora. ¡ Curioso saqueador que se impresiona por un nombre histórico, y solo pide un par de botas!. Las violaciones de los templos, que dice Leguizamón no ocurrieron: el Gobernador Ovejero se refugió con su gente y armas en San Francisco defendido – dice en su informe – por los religiosos de la insaciable rapacidad de estos bandidos”.
¡Notables bandidos, impotentes ante las palabras de unos frailes!. Varela, que no entró en la ciudad, sabedor que los religiosos se negaban a entregar las armas “asiladas” en San Francisco hizo llamar al guardián para explicarle que el asilo eclesiástico no amparaba a los prisioneros de guerra ni a sus armas. Como el guardián se mantuvo firme, el coronel lo maltrató de palabra diciéndole muchas barbaridades” (cuenta el religioso en el sumario) pero no ” violó” el convento.
Fuera de los fusiles tomados a los caídos en la plaza, un caballo y un par de botas no hubo otros “latrocinios”. Si ocurrieron, los damnificados olvidaron hacerlos constar en el sumario.
Lo que parece que hubo y en grado mayúsculo, fue un tremendo miedo. Pocos días más tarde, reuniendo los restos dispersos de su ejército y el de los Saá en el campamento de Jáchal, Varela decidió adoptar una táctica de guerrilla. El 21 de abril abandona Jáchal, ante el avance de Paunero, y se echó al monte; desde allí hostigaría a las fuerzas regulares de sus adversarios, contando con su mejor conocimiento del terreno.
El 5 de junio, en el paraje de Las Bateas, se arrojó por sorpresa sobre el campamento de Paunero, huyendo con la caballada y la munición. El 16 del mismo mes, aprovechando sus pocos medios, sorprende en la quebrada de Miranda a un grupo de conscriptos al frente del Coronel Linares, que abandonan el bando nacional y se le unen desobedeciendo a sus oficiales. Esa clase de acciones se prolongaría durante meses, obligando al gobierno central a mantener en constante alerta a sus tropas en la región, bautizadas como Ejército Interior.
En octubre de ese mismo año, para aprovisionarse, bajó con sus tropas de la cordillera y tomó durante unas horas la ciudad de Salta; de allí obtuvo artillería y munición, y marchó hacia la frontera boliviana, recibiendo apoyo de los lugareños en Jujuy. Asilado por el presidente boliviano Mariano Melgarejo, se refugió temporariamente en Potosí; sin embargo, los vaivenes de la política boliviana agotaron rápidamente su bienvenida, y hacia fines de 1868 tomó nuevamente el camino de Salta con un par de centenares de hombres, incitado por el fusilamiento del caudillo riojano Aurelio Zalazar.
El 12 de enero de 1869, un pequeño contingente nacional lo derrotó en Pastos Grandes, dispersando definitivamente su tropa.
Enfermo de tisis y carente de apoyo, Varela se refugió en Chile. El gobierno transandino, poco amigo de dar albergue a un insurrecto reincidente, lo mantuvo brevemente en observación antes de permitirle asentarse en Copiapó. El 4 de junio la enfermedad acabó con su vida. El gobierno catamarqueño repatrió sus restos, pese a la oposición del Ejecutivo nacional encabezado por Domingo Faustino Sarmiento.

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