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Media Luna Fértil - Personajes Famosos

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La primera gran obra literaria que se conoce es la Epopeya de Guilgamesh, un conjunto de relatos proveniente de la cultura súmero-acadia, datado alrededor de mediados del tercer milenio antes de Cristo. Es decir, hace unos cuatro mil quinientos años. No poco tiempo.
El eje temático de esta gesta antiquísima son las aventuras del rey Guilgamesh de Uruk, un sujeto prepotente y voluble, tan fuerte y valiente como abusivo e inescrupuloso (probable inspirador del “Conan el Bárbaro” de Robert Howard), obsesionado con la inmortalidad.
En busca de ésta, el problemático monarca se lanza a los caminos, y en un bosque él y su compañero Enkidu se trenzan en lucha cerrada contra un gigante, medio animal y medio hombre, que es el custodio del lugar, y les impide el paso.
El guardián es derrotado, pero cuando el soberano se dispone a matarlo, se arrodilla y le dirige el primer alegato en favor de un derecho existencial que existe en la Historia. “No me ejecutes”, implora, “déjame ir en libertad, y seré tu sirviente”. Mas Enkidu se interpone: “¡Acaba con él, Guilgamesh!”, urge, “pues de lo contrario reagrupará a su ejército, y volverá al combate, y será él quien nos mate”. Y entonces el gigante lo mira, y dice una frase hermosa: “¿No debería acaso el pájaro caído volver al nido, y el cautivo de guerra regresar al hogar de su madre?”
Cuatro mil quinientos años atrás, alguien, un súmero-acadio (para ese entonces ambos pueblos se habían integrado) escribió sobre unas ocres tabletas de arcilla estas frases magníficas, que nos emocionan aún hoy, entre supercomputadoras y naves espaciales, redes telemáticas y trasplantes. Eso nos importa, pero mucho más nos interesa la resolución del relato. Porque Enkidu no se compadeció por el discurso del prisionero, y al ver que su camarada sí titubeaba, y amenazaba con perdonarlo, sacó su propia espada y dio muerte al gigante. Y allí viene lo extraordinario, lo decisivo, lo notable. Los dioses, horrorizados, entienden que el orden universal ha sido quebrado, que la acción de Enkidu es atroz, y lo matan a su vez. Es decir que esta historia, que se debe haber leído y narrado millones de veces, desde las fronteras de la India hasta el Mediterráneo (la Epopeya fue encontrada en las ruinas de los hurritas, de los hititas, de los cananeos, y sus ecos se rastrean sin dificultad en la Biblia, en Egipto y hasta en la Odisea), conllevaba un mensaje bien claro y concreto: los dioses (o sea, el Cosmos) quieren que las vidas de los prisioneros de guerra se respeten
Gilgamésh era rey de Uruk, dos tercios de él son dios, un tercio de él es hombre nos cuenta el poema. De su condición humana heredará la mortalidad, lo cual lo transforma en un héroe trágico. Tiene gran fuerza y valor, por su naturaleza superior realiza grandes empresas y arrastra tras de sí a los nobles de Uruk. Es un tirano que oprime a sus súbditos quienes se quejan a Anu, el dios del cielo. Las divinidades crean a Enkidu, un ser absolutamente salvaje, con el cuerpo cubierto de pelo y totalmente desnudo. Para civilizarlo los dioses envían a una hieródula (prostituta sagrada) quien lo seduce y a través del amor lo humaniza. Enkidu ya no quiere vivir entre las bestias y viaja a Uruk. (Parábola del paso de la sociedad humana desde lo salvaje y primitivo a la civilización y la vida en comunidad)
Al llegar a la ciudad Enkidu lucha con Gilgamésh, pero como son igual de fuertes ninguno vence, se reconcilian y nace la amistad. Gilgamésh necesitó uno igual a sí mismo para emprender sus aventuras. Empiezan a vagar por el mundo realizando hazañas, venciendo monstruos, demostrando su fuerza. Vencen al monstruo Humbawa y al volver se lavan para purificarse por la muerte que han inflingido. Tan bello queda Guilgamesh luego de acicalarse que la diosa, Ishtar (diosa del amor y la guerra) lo invita a ser su amante. Pero Guilgamesh la rechaza temiendo posteriores represalias.
Furiosa, Ishtar pide a Anu que cree un toro del cielo que empieza a atacar a los hombres. Enkidu y Gilgamésh tienen que luchar contra él y lo eliminan. Los dioses lo consideran un ultraje y sentencian que Enkidu tiene que morir. Mientras agoniza durante varios días recuerda su pasado y al principio maldice a la hieródula que lo sacó de los bosques, pero luego al recordar su amistad con Gilgamésh cambia la perspectiva y la bendice. Cuando finalmente muere Gilgamésh está consternado, no se convence de la muerte de su amigo hasta que un gusano cae de su nariz. Se lamenta profundamente:
como una leona a la que le han quitado sus cachorros. Se inclina sobre el rostro de su amigo. Se arranca los cabellos y los deja sueltos, se rasga y arranca su bellos ropajes.
Durante siete días lloró por Enkidu. Reflexiona sobre la consideración miserable del hombre, se desespera, pero no como antes cuando su inquietud era acicate para aventuras y hazañas ahora decide ir en busca de la inmortalidad.

Nabucodonosor era el hijo de Nabupolasar
Rey 604 a.C. – 562 a.C. en Babilonia.
A pesar de ser el rey más importante de Babilonia, no se conoce a la perfección el reinado de Nabucodonosor. Tras la caída de Asiria será Babilonia quien alcance la hegemonía en el Creciente Fértil. En los primeros años del reinado de Nabucodonosor se hace casi una campaña anual en dirección a las tierras de Siria. Karkemish pasó a manos babilonias como paso previo de la toma de Palestina y Siria, dura labor que costó importantes esfuerzos al ejército babilónico.
Nabucodonosor estaba aparentemente más orgulloso de sus construcciones que de sus victorias militares. Durante el último siglo de la existencia de Nínive, Babilonia había sido devastada, no sólo por Senaquerib y Asurbanipal, sino también como resultado de siempre renovadas rebeliones.
Nabucodonosor, continuando la obra de reconstrucción de su padre, se concentró en hacer de su capital una de las maravillas del mundo. Antiguos templos fueron restaurados, nuevos edificios de increíble magnificencia (Diodoro de Sicilia, II, 95; Herodoto, I, 183) fueron levantados a las múltiples deidades del panteón babilónico. Nada se escatimó para concluir el palacio real iniciado por Nabopolasar, ni siquiera “madera de cedro, ni bronce, oro, plata, raras y piedras preciosas”.
Un pasaje subterráneo y un puente de piedra conectaba las dos partes de la ciudad separada por el Eúfrates; la misma ciudad era inexpugnable por la construcción de una triple línea de murallas. Tampoco la actividad de Nabucodonosor se limitó a la capital. Se le atribuye la restauración del lago de Sippar, la apertura de un puerto en el Golfo Pérsico, y la construcción de la famosa muralla meda entre el Tigris y el Eúfrates para proteger el país de incursiones provenientes del Norte. De hecho, son escasos los sitios alrededor de Babilonia donde su nombre no aparezca y donde trazos de su actividad no se encuentren.
Estas gigantescas empresas requerían de innumerables obreros: de la inscripción del gran templo de Marduk podemos inferir muy probablemente que cautivos traídos de varias partes de Asia Occidental constituían la mayoría de la fuerza laboral utilizada en todas sus obras públicas.

Yo soy Sargón, el rey poderoso, el rey de Acad. Cerca de Bagdad. “Mi madre fue gran sacerdotisa y no conocí a mi padre este es un texto de la Dinastía de Isín, 2000-1817”, llama Laibuum al padre de Sargón.
Los hermanos de mi padre, los semitas amaban las colinas la zona de Amurru, probablemente, mi ciudad es Azupiranu “la del azafrán”, acaso en la confluencia del Jabur, en las riberas del Eufrates. Mi madre, gran sacerdotisa, me concibió y me alumbró en secreto. Algunos especialistas consideran a Sargón de Akkad como el personaje principal de la historia mesopotámica.
A su alrededor se ha creado un halo legendario que no hace desmerecer las bases históricas de este monarca, fundador del imperio más importante del momento. El fundador de la dinastía de los Sargónidas va a iniciar una época de máximo esplendor conocida como el periodo neoasirio. Su predecesor, Tiglatpileser III, ya había vencido en tierras de Siria y Palestina por lo que Sargón II continuó con esta política expansionista. En el año 721 participó en la conquista de Samaria, iniciada por Salmanasar V.

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